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Acaba de presentarse en el Teatro Colón La vendedora de fósforos, la ópera del compositor alemán Helmut Lachenmann. Después de su partida y de las reverberaciones panegíricas, quedan en el aire algunas preguntas. ¿Para que sirve traer a un célebre compositor canonizado globalmente a la ciudad de Buenos Aires? El tema tiene por lo menos dos caras: una es la del uso fetichista y marketinero de la figura, como “garantía de calidad” y acto de autocelebración cosmopolita de los anfitriones. La otra es más productiva: la experiencia concreta del encuentro con intérpretes locales abocados a la interpretación de las obras de ese compositor consagrado. Por eso, cuantos más días pase el visitante en la ciudad, más probabilidades hay de que el encuentro práctico con intérpretes, compositores y críticos deje un sedimento en la continuidad de la vida musical local. Uno de los éxitos de la experiencia del Centro de Música del Instituto Di Tella en los años sesenta radicó en que, gracias a su poderío económico, pudo garantizar que los músicos extranjeros se quedaran en el país hasta incluso un mes. La presencia de Lachenmann durante los ensayos de la obra que se puso en escena el 15 y 16 de marzo pasados es un hecho artístico que va a sedimentar en la experiencia personal de cada uno de los que participaron de la puesta, agentes activos de la vida musical cotidiana de la ciudad. Como pasó con Mauricio Kagel en 2006 y con Salvatore Sciarrino el año pasado: el contacto personal es siempre enriquecedor.
La vendedora de fósforos es una gran obra. Es producto del trabajo épico y monumental de un maestro enfrentándose a un problema irresoluble para él: poner en diálogo su propia música, su poética abstracta e instrumental, con el mundo de la ópera, el texto y la representación. Tal vez por eso es difícil imaginarse una puesta en escena de esta pieza, que es más bien una obra de concierto: un poema sinfónico del siglo XXI. En todo caso, La vendedora de fósforos salió muy bien. Es mérito de todos los intérpretes participantes, que pusieron un piso que nunca hay que negociar: la música, siempre, tiene que interpretarse no sólo lo mejor posible, sino en forma comprometida.
Pero que Lachenmann haya asociado miméticamente buena parte de su vocabulario musical al drama de la niña vendedora de fósforos congelada, ¿significa que hay que leer su música con ese tono? ¿Sentiremos frío la próxima vez que escuchemos “Grido”? “Grido” sonó en esa misma sala, fuera de la trama operística, interpretada hace un año por el Cuarteto Arditti. Es interesante pensar en las fuerzas diversas (emotivas, de la escucha, de los costos, de la circulación) que se ponen juego cuando se trata de música de cámara o cuando la obra es monumental: un tema de larga data en la música académica y que desde esta perspectiva conecta a Lachenmann con Beethoven. El ciclo Colón Contemporáneo anunció La vendedora de fósforos como una obra “en versión de concierto”. Entonces, ¿por qué le pusieron esa “escena”? Unos tristísimos liencillos blancos tapando la caja acústica (¿para qué?), por no mencionar la pereza intelectual en la elección de las imágenes, redundantes a más no poder (volcanes cuando se nombran volcanes).
La música en CD que Lachenman introduce como lo “otro” genera una dramaturgia de la antinomia muy adorniana entre “arte” e “industria cultural”. Está muy bien planteada y resuelta la angustia que provoca la sensación de invasión, a duras penas contenida, del omnipresente exterior de la música comercial a través de esos exabruptos breves de los CD que dejan intuir sus timbres chillones o melosos, su batería, su pulso. Así, los parlantes quieren insertarse dentro del universo de la sutil música de Lachenmann. Ahora, si bien funciona, el binarismo resulta simplista, aunque como bien han explicado Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, suele ser práctico para aglutinar voluntades esto de definir un “enemigo”. Lachenman ahí parece discutir con una de sus hijas, fanática de la música techno. Pero desconoce que hay muchos otros mundos “afuera”. ¿Es eso una marca generacional?
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