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“Y ni el sol ni la muerte pueden mirarse (impunemente) de frente”, reflexiona Nora García hacia el final de El rastro, después de ponerse sus anteojos de sol. Pero este gesto de autoprotección llegará para la protagonista demasiado tarde, cuando ya se haya expuesto demasiado al brillo paradójico que ha dejado tras de sí su ex marido. Siguiendo ese rastro ha regresado para participar de su funeral, después de muchos años, a la casa en la que convivió con él y con sus hijos. La certera adaptación de la novela de Margo Glantz realizada por Analía Couceyro (también intérprete de la obra) se centra en ese rastro ominoso que ha dejado el hombre del que Nora estuvo –y del que probablemente todavía está– profundamente enamorada. Ella regresa, como podría haberlo hecho en otras circunstancias la Nora de Ibsen, a saldar cuentas con el muerto, a comprobar, como espera, que Juan ha muerto solo como un perro. Ha sido expulsada de ese hogar por el egocentrismo de su marido, como aquella otra Nora (en esta ocasión, acompañada de sus hijos), pero el regreso le jugará una mala pasada. Constatará que, a fin de cuentas, todos recuerdan a Juan, que el mundo de la música que ambos compartían se ha convocado para despedirlo, que murió rodeado de sus amigos, desgajado por el sufrimiento físico, pero jamás solo. En el velatorio nadie parece reparar en ella; los visitantes no saben a quién dar el pésame; para la secreta satisfacción de Nora, Juan parece haberse ido sin deudos. Pero llegará María, una antigua amiga de la pareja, para no dejarle a Nora ni el mísero placer de la revancha ni la certeza de poder escapar a la perplejidad que la hace preguntarse qué hace ella ahí: María la tomará como su interlocutora por no saber, justamente, a quién dar ese pésame que se volverá siempre elusivo para Nora. María se propondrá, entonces, como el corifeo que denuncia la desmesura de la muerte obligando a Nora a enfrentar una y otra vez cada detalle de la enfermedad de Juan, su decadencia.
“El corazón tiene impulsos que la razón desconoce”, se repite una y otra vez Nora García, procurando entender el fallo del corazón de Juan, el motivo de su agonía y de su muerte, y cómo ese músculo (que ella fantasea guardar disecado junto a su cama) no cesa de hablarle en una lengua cuya traducción le resulta inabordable. En la puesta de Alejandro Tantanian, la obra fluye como la sangre de Nora; la acompaña un chelo (el instrumento que ella ejecuta y a través del cual conoció a Juan) que reproduce, cuando ya el corazón de Nora quiere decir basta, los latidos que amenazan siempre con desbocarse. La música es, como siempre en los trabajos de Tantanian, coprotagonista fundamental, contrapunto al soliloquio de Nora, quien descubrirá, en última instancia, que desearía ser amada en forma exagerada como Anastasia Filipovna en El idiota, de Dostoyevski –otra referencia central en la extensa obra de Tantanian–, pero que se verá inevitablemente sola, el corazón seco como si se hubiera encarnado en ella la muerte de Juan. El pésame tan deseado, el que la volvería a la vida, nunca llegará, y la muerte de Juan no será sino la coda de una pieza que ya no podrá ejecutar.
El rastro, de Margo Glantz, adaptación de Analía Couceyro y Alejandro Tantanian, dirección de Alejandro Tantanian, Teatro El Extranjero, Buenos Aires.
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