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A comienzos de este año finalizó la exposición Frida Kahlo / Diego Rivera. El arte en fusión en el Museo de l’Orangerie de París. Una sala en particular, dedicada a Rivera, resumía muy bien el espíritu de la curaduría: en una trivial referencia al desierto mexicano, las paredes, de color amarillo patito, estaban decoradas con macetitas de cactus verdes diminutos. América Latina (1960-2013). Fotografías no incurre en esa clase de pereza creativa y, en consecuencia, elude la identificación de Latinoamérica con el color local más irreflexivo. En “Memoria e identidad”, la última sección de la muestra que concluyó en abril en la Fundación Cartier de París, la fotógrafa mexicana Graciela Iturbide no se ocupa de Rivera, pero sí de Frida Kahlo. La retrata de una manera singularmente desfigurada (sin retrato), desde el baño de la artista, cerrado al público que visita la Casa Azul de Coyoacán. En lugar de las pinturas, Iturbide enfoca el reverso médico-ortopédico de Kahlo: arneses de cuero mohoso, muletas metálicas, aparejos de loza oxidada, paredes de azulejos blancos desvaídos y un poster de José Stalin tirado dentro de la bañera.
Básicamente, esa es la divisa de la exposición: desplazar, correr América Latina del espacio que, se supone, ocupa. Por eso la primera parte de la muestra se llama “Territorio”, la segunda “La ciudad”, la tercera “Informar / resistir”, y la cuarta “Memoria e identidad”. Para que las fotografías desvíen lo que, a priori, significaría cada una de esas palabras. En “Territorio”, por ejemplo, Claudio Perna inserta diapositivas del archivo de la Biblioteca Nacional de Francia sobre un mapa ecológico a gran escala de ese país: negativos de manuscritos griegos, pinturas de Veronese, la imagen del Cristo en Majestad del Evangeliario de Carlomagno, entre otras. La serie fotográfica, de 1975, se llama República de Venezuela – Mapa ecológico. Las imágenes anacrónicas y europeas parecen sugerir que un mapa nunca es sólo las líneas demarcatorias de un territorio, sino el espesor de una experiencia con temporalidades y territorialidades superpuestas. Algo similar ocurre con la sección “Ciudad”. Un espesor temporal se desgaja de los muros urbanos latinoamericanos como si fueran las capas geológicas de una cultura. En las series Rayado (1962) o Managua (1979) del chileno Marcelo Montecino, o en las del italiano radicado en Caracas Paolo Gasparini, las imágenes registran la metamorfosis cínica del poder en las paredes. De la utopía de “un poder para el pueblo”, a comienzos de los años setenta, a la hipocresía liberal en las publicidades de planes de créditos bancarios que asedian los barrios pobres de Tegucigalpa o Bogotá, la serie concluye a mediados de la década de 2000 en Ciudad Juárez, donde la única utopía posible es un pedido sordo que reverbera en un fondo de feminicidio.
Ahora bien: ni el lugar desplazado de América Latina, ni la opacidad con que se pretende retratarla, ni el talento incontestable de los artistas convocados hacen olvidar que América Latina (1960-2013). Fotografías es el último episodio de esa vieja invención parisina que es el exotismo. Eso queda claro en la elección del título y en su pretensión de agotar, a través de la obra de setenta y dos artistas, el significante “Latinoamérica”. Claro, se trata de un exotismo hábil (pero exotismo a fin de cuentas), porque logra conjurar la transparencia con que Europa a menudo finge entender las partes del mundo que le resultan inconcebibles.
América Latina (1960-2013). Photographies, Fondation Cartier pour l’Art Contemporain, París, 19 de noviembre de 2013 – 6 de abril de 2014.
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