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Como cada año desde 1979, la Fundación Hyatt otorgó el Premio Pritzker al “arquitecto vivo cuyo trabajo demuestre –según se plantea en sus objetivos– una combinación de talento, visión y compromiso que haya producido consistentes y significativas contribuciones a la humanidad y al entorno construido a través del arte de la arquitectura”.
Pero como todo premio, el Pritzker –condenado por los malos periodistas a ser considerado el Nobel de la arquitectura– sufre presiones e influencias que son ajenas al área específica de su interés. Así ha sido a lo largo de los años: se premiaba a grandes arquitectos, al tiempo que se cedía a los compromisos típicos de los premios que se otorgan en el campo de las artes. Mientras se hacía justicia con Álvaro Siza (1992), Sverre Fehn (1997), Jørn Utzon (2003), Paulo Mendes da Rocha (2006), Peter Zumthor (2009) y muchos otros tan merecedores como ellos de un premio tan significativo, se intercalaban compromisos cuya principal intención era mantener cierta corrección política. Sólo la coyuntura explica que fueran premiados arquitectos como Christian de Potzamparc (1994) o Hans Hollein (1985); razones de género, el premio a Zaha Hadid (2004); la geopolítica –que por estos días es sinónimo de China–, en el caso de Wang Shu (2012), y una mezcla de estas razones, en lo que hace al premio otorgado al estudio Sannaa (Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa) en el año 2010.
No es este un cuestionamiento a los nombres sino al momento: cualquiera de estos arquitectos cumple con las condiciones pedidas por el premio, pero no parecía ser cada uno de ellos, al momento de ser premiado, quien mejor encarnaba esas cualidades. Cosa que hizo que arquitectos de la talla de Vilanova Artigas o Kazuo Shinohara (por nombrar sólo dos) murieran sin recibir el que hubiera sido un muy justo reconocimiento a sus notables carreras.
Distinto fue el caso del premio de 1988, donde sólo el jurado sabrá qué discusiones internas llevaron al triste premio ex aequo a Oscar Niemeyer y Gordon Bunshaft (que dejaba entrever que el jurado creía que ambos iban a morirse pronto). Y digo triste porque ambos merecían largamente el premio de manera individual, sin verse sometidos a ese trato.
Ante el flamante otorgamiento del Pritzker a Toyo Ito, sin embargo, no queda más que reconocer que forma parte del honroso primer grupo. De hecho, algunos medios presentaron al arquitecto japonés como el “gran olvidado”. Si decimos que algunos premios no parecían ser justos en el momento en que se concedieron, es por aquellos que habían hecho mucho más para merecerlo. Pero Toyo Ito no sólo ha sostenido una carrera coherente y de altísima calidad, sino que sigue produciendo obras e investigaciones (en la mayoría de los casos, son la misma cosa) que ensanchan el campo de la cultura arquitectónica.
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