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Supongamos, por un momento, que el llamado “periodismo deportivo” existe y tiene entidad propia y que no se trata de un simple desprendimiento de la locución motivado por intereses económicos antes que académicos. Supongamos, también, que la presencia de una voz en off como trasfondo del acontecimiento deportivo televisado viene a suplir una deficiencia interpretativa en el televidente y no a certificar la escasa creencia de los operadores multimediáticos contemporáneos en el poderío de la imagen. Lo que queremos decir es que podemos tolerar ciertas incrustaciones impuestas por la lógica de turno —y no decir, por caso, que la existencia de lugares donde se estudia “periodismo deportivo” es una especie de mal chiste en un país donde pueden cursarse distintas carreras de comunicación social, tanto en universidades públicas como privadas, que disfrutan de un variable nivel de excelencia—, pero no por ello deberíamos dejar de llamar la atención sobre algunas prácticas performativas que vienen a incomodar y crispar. Porque ¿de qué hablan, concretamente, los comentaristas designados para cubrir el acontecer de la última Copa Mundial de Fútbol? Podríamos decir que de nada, si la constatación de semejante fraude no sirviera, de paso, para confirmar estas transmisiones como el paroxismo de una tendencia más o menos reciente e indignante que consiste en vestir con palabras y frases floridas y estridentes —y de un por lo menos discutible significado— aquello que no demanda más que el contacto directo entre el ejecutante y el espectador. Vaya uno a saber qué lleva a determinados comentaristas y locutores a emplear un lenguaje inadecuado —por lo desproporcionado entre su aridez semántica y el motivo que pretende ilustrar— y finalmente falaz —por lo equivocado de algunas de sus atribuciones de sentido—, pero podemos sospechar un motivo algo patético: que lo secundario e inservible de su presencia en el lugar los lleve a tratar de justificar esa misma presencia mediante artilugios que pretenden hacerlos pasar por poseedores de un saber que no existe. ¿Por qué, si no, a un equipo decidido en la búsqueda del arco rival se lo presenta como “vertical”? (lo injustificado de este análisis cartesiano es contundente). ¿Por qué a la pura y simple decisión de correr rápido y sorprender al rival descolocado se la denomina “una efectiva transición de la defensa hacia el ataque”? ¿Por qué a la atención y concentración se la certifica como una eficiente “cobertura de espacios”? ¿Por qué cuando un equipo gana es porque tuvo una “mejor comprensión de la simetría del campo de juego”? ¿Es posible creer que, con el grado de profesionalismo alcanzado por el fútbol en nuestros días, un equipo esté convencido de que la mitad del campo de juego que le corresponde preservar es más extensa que aquella con la que su rival debe hacer lo propio? Queremos decir que estos horrores y malabarismos practicados con el lenguaje vienen a instalar la superstición en su forma más pura: hacer creer al televidente desprevenido que quien ha sido colocado en posición de privilegio para observar el match cuenta con elementos de análisis con los que él, el espectador, no cuenta, o que es la reserva de un supuesto conocimiento técnico que en rigor de verdad no existe. Tal vez sea el momento de correr el velo sobre estas y otras imposturas, tan sólo para proponer otras, claro. ¿Por qué no transmitir los partidos con música de fondo? Se nos ocurre, por ejemplo, que según las alternativas del juego los motivos podrían variar de lo trágico a lo alegre o moderado, y así evitarnos las arengas lacrimógenas, melodramáticas, exageradas y desproporcionadas de alguien que se hace llamar “Pollo” Vignolo. Tal vez sea el momento de que algunos de estos muchachos tome el Tractatus de Wittgenstein para aprender de una vez por todas que es mejor callar sobre aquello de lo que no se puede hablar, y que la forma lógica de cualquier proposición —digamos, de cualquiera de los goles salvadores de Messi— no puede nunca decirse, sino tan sólo mostrarse.
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