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Simone, la novela del portorriqueño Eduardo Lalo, está hecha de fragmentos: recuerdos, notas encontradas, cartas anónimas, retazos de diálogos oídos al pasar. Entre tantas citas hay una, de Robert Musil, que sugiere uno de los conflictos centrales: “un hombre no puede estar contra su época sin sufrir daño”. Como en otros casos, en esta novela también la fragmentación exterior es reflejo de un despedazamiento interno. El narrador se enfrenta no sólo contra su época, sino contra su espacio e incluso contra sí mismo. Con una desgarrada y generosa vulnerabilidad, Simone habla de un daño que trasciende el momento y de una marginalidad que trasciende lo personal.
El conflicto central de Simone tiene algo Zen: es la historia de una imposibilidad, de un escritor que se esfuerza por medir un peso en el vacío, por avanzar en un tiempo inmóvil, por explicar una sociedad que no lo alcanza a justificar como persona. Y desde la orilla de esta marginación, casi metafísica, es testigo de una más concreta, más profunda: el desamparo cultural, emocional y físico de Simone, una china que emigró de una pobre aldea en Pekín para llegar a un Caribe siniestro que la esclaviza y la degrada. Simone es el símbolo descarnado de la invisibilidad: “Nadie se interesaba ni podía entender su historia. Por su distancia, tamaño y complejidad. China era una abstracción infranqueable”. Y en parte por eso, Simone amplía esa lista de mujeres milagrosas, como La Maga de Cortázar o Nadja de Breton, cuyos distanciamientos alimentan las esperanzas siempre inútiles y siempre renovadas del amor.
Al igual que Cortázar, Lalo se encuentra cómodo en la piel de su texto, dueño de una simpleza estilística contagiosa y de un lenguaje poético que avanza como un río, despreocupado por el contorno de las cosas. Y a pesar del espíritu posmoderno de una escritura que exhibe sus costuras, Simone es, a fin de cuentas, una disquisición sobre dos temas tradicionales de nuestra literatura: la marginalidad y la búsqueda de identidad. Como forma de conjurar esos fantasmas, el gesto primario de la novela es el movimiento obsesivo, el recorrido insistente por la avenida Ponce de León, las calles de Santurce: “Este deambular (…) sin ningún lugar a dónde ir, con la vaga esperanza de que algún día encontraría una salida que permitiera la ilusión momentánea de que se había partido, de que era posible otra vida o una situación que pareciera de verdad otro mundo”.
Este aparente escapismo, sin embargo, no es sino la otra cara de la nostalgia: un regresismo. Toda la novela puede ser leída como un intento por reconstruir, a partir de fragmentos, una San Juan que sólo existe en el recuerdo. Así, el verdadero final inesperado de este thriller de pasiones y filosofías se revela después de cerrar el libro: somos nosotros los legítimos destinatarios del suspenso. Simone también se volverá una cita y ese recuerdo también será San Juan. Una San Juan que, en contra de su época y a favor del daño, Eduardo Lalo rescata de la invisibilidad.
Eduardo Lalo, Simone, Corregidor, 2013, 202 págs.
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