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El escenario de Terrenal está construido sobre la idea de abismo: detrás de un telón abierto hay otro telón abierto, y detrás de este se deja ver otro telón más. Al fondo, alguien ejecuta un instrumento, es el responsable de los efectos de sonido. Al frente, dos hombres trajeados y maquillados al modo de los actores de varieté de los años cuarenta.
Caín y Abel son los hijos de Adán y Eva, es decir, los primeros hermanos de la historia de la humanidad, según la tradición bíblica. Y también son los primeros trabajadores, los encargados de averiguar cómo es eso de ganar el pan con el sudor de su frente. Abel es pastor y Caín, agricultor. Los hermanos quieren ofrendar a Dios y le entregan el fruto de su trabajo. Pero Dios prefiere el animal muerto que le entrega Abel. El texto no habla de celos, ni de odio, ni de envidia. Simplemente alude al rostro de Caín, que se ensombrece. Acto seguido, mata a Abel. Lo que sigue es bastante conocido. Dios pregunta a Caín: “¿Dónde está Abel?”. Y él contesta: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. El episodio, en el texto bíblico, está relatado sintéticamente. Es muy breve. No abunda en detalles de ningún tipo. Es: pim pam pum. Pero, como suele decirse, sobre él han corrido ríos de tinta.
Terrenal, la última obra escrita y dirigida por Mauricio Kartun, agrega una pata más a la “trilogía patronal” compuesta por El niño argentino, Ala de criados y Salomé de chacra, donde revisita la historia de las clases dominantes en la Argentina. Pero, además, agrega una nueva interpretación del mito.
Cuando comienza la función, el telón ya está abierto. Caín (Claudio Martínez Bel) y Abel (Claudio Da Passano) juegan al ping pong dialéctico: son agua y aceite. El espacio se puebla de palabras y la imagen cobra forma. Caín es productor morronero, labra la tierra; el sector que eligió del terreno heredado —el derecho— es el de la sombra. Abel se acomoda al sol en un puestito móvil, hacia la izquierda, donde vende isoca, carnada para la pesca. Los dos esperan, como Vladimir y Estragón, que vuelva su Tatita (Claudio Rissi), que los ha abandonado.
Pero la puesta en abismo que propone la construcción escenográfica no habla de ese espacio “terrenal”, sino del espacio simbólico en el que un texto admite infinitas lecturas. Kartun disocia espacio y discurso, palabra e imagen, para construir dialécticamente un anacronismo, superponiendo mito e historia desde una mirada afincada en el presente. Así, Terrenal alude, por un lado, al terreno, a la tierra que es propiedad y debe ser trabajada y explotada, que tiene que rendir beneficios para acumular “capitalito”. Y también a lo mundano, que se opone a lo divino. A la tierra, morada de los hombres, cada vez más lejos del cielo, morada de los dioses.
Con enorme destreza para retorcer palabras como alambres y construir figuras disparatadas, Kartun pone patas para arriba todos los discursos heredados y profana los textos sagrados —los de la Biblia, pero también los dichos de la cultura popular, los clichés, la literatura clásica, los panfletos políticos, los de la alta cultura— y convoca en un mismo tiempo y lugar a los tres maestros de la sospecha (Freud, Marx y Nietzsche) para que atraviesen los cuerpos de los actores, verdaderamente dotados.
Si el teatro, como le gusta decir al maestro Kartun, es el arte de la condensación, Terrenal es un caldito perfecto donde las neurosis familiares, el materialismo dialéctico y la muerte de Dios alcanzan para más de un banquete.
Terrenal. Pequeño misterio ácrata, dramaturgia y dirección de Mauricio Kartun, Teatro del Pueblo, Buenos Aires.
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