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A todos, supongo, nos ha pasado que un pariente, amigo o colega insiste en darnos un informe detallado de sus sueños, indefectiblemente seguido de “¿No es raro?” o “¿Qué significará?”. Es una costumbre imperdonable, pero casi siempre tenemos que perdonar porque la persona en cuestión es muy importante para nosotros. Leyendo el nuevo libro de Lydia Davis, Ni puedo ni quiero, me sorprendo dudando de si debería perdonarla a ella también. Este volumen contiene varios textos etiquetados como sueños, una elección de la autora con la que no acuerdo del todo. Primero: porque sólo va a servir para alentar la costumbre que mencioné, sobre todo cuando al final del libro leemos que recopiló esas piezas entre sueños y daydreams suyos, de su familia y sus amigos. Segundo: porque en la literatura de Davis siempre ha existido un elemento de sonambulismo, alimentado por su gusto por el absurdo, y no veo la gracia de subrayarlo de esta manera. Tercero: porque designar un texto así sugiere un modo de leer poco digno de una escritura de esta calidad.
Así que uno se pregunta por qué los habrá incluido. Yo sospecho que es debido a presiones editoriales: cuando se recibe una serie de premios y honores importantes, como sucedió con Davis después de la publicación de sus Cuentos completos, era importante publicar un nuevo libro pronto, y de un tamaño que estuviera a la altura de la galardonada. No es mala opción, dada la maestría de Davis para transfigurar la experiencia cotidiana.
Y es que Ni puedo ni quiero está publicado en circunstancias muy distintas a las de la mayoría de su obra, empezando por la comodidad económica y artística que le reporta el nuevo renombre. Luego están los hechos personales: sus hijos, ya adultos, no son las fuentes interminables de presión y nerviosismo de ayer; su marido es otra persona (literalmente) que los amantes y maridos sumamente fastidiosos que asediaban su literatura anterior; y su madre, una antagonista de novela, falleció hace mucho. No es mero chismerío: gran parte de los textos de sus colecciones previas se nutría de las dificultades diarias que Davis enfrentaba y que ella supo transformar en vignettes de una fuerza poco común. Su palpable incomodidad intelectual con esas cuestiones les daba una objetividad severa, pero también divertida. La mezcla se comunicaba en un lenguaje único, que para oídos ingleses suena fuera de tono, pero de una manera difícil de identificar: quizás un producto de muchos años de traducción literaria.
El nuevo libro navega en aguas bastante más tranquilas y quizá ha perdido un poco la urgencia y hasta la desesperación de los anteriores (aunque no totalmente, léase Carta a la Fundación, por ejemplo). De modo que hay más espacio para los caprichos, pero también para fascinantes ejemplos de escritura davisiana en un contexto más ligero. Donde antes estaba la ansiedad de una madre joven que no entendía cómo iba hacer todo que necesitaba hacer en un día, ahora el personaje puede pasar semanas dudando sobre si vender o no una alfombra (“Los dos Davis y la alfombra”). Rara, si no inesperada,la cosa funciona y de manera espectacular.
En cambio los textos menos personales extienden la veta de los volúmenes anteriores: cuentos muy cortos, juegos intelectuales, deliciosos textos encontrados, emocionantes observaciones de una o dos líneas, y, por supuesto, la continuación de la exquisita serie en que Davis reimagina anécdotas encontradas en las cartas y los diarios de Flaubert. Si quisiera introducir a alguien en la literatura de Davis, creo que le presentaría uno de estos. Así que volviendo a los sueños… Es posible que la perdone. Al fin y al cabo, también tienen su encanto.
Lydia Davis, Ni puedo ni quiero, traducción de Inés Garland, Eterna Cadencia, 2014, 320 págs.
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