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El primer volumen de la nueva colección “Compendium” de Anagrama reúne las tres “novelas de la carretera” publicadas por Jack Kerouac entre 1957 y 1958. Henry Miller escribió en el prólogo a Los subterráneos que la prosa no se recuperaría jamás de lo que Kerouac hizo con ella. Nunca es frío —señaló el autor de Trópico de Cáncer—, siempre está al rojo vivo. Visiones desenfrenadas que atraviesan la mente de los personajes del mismo modo que ellos recorren el mundo. Ya en México, Sal Paradise —el narrador de En el camino— se recuesta a descansar sobre el parabrisas del automóvil; cuando se incorpora, su camisa queda empapada de mariposas nocturnas aplastadas. “Practica la caridad sin tener en mente idea alguna acerca de la caridad, pues la caridad, después de todo, sólo es una palabra”, escribe Kerouac al comienzo de Los Vagabundos del Dharma. Al recuerdo del Sutra del Diamante le sucede una oración de Santa Teresita, donde la virgen anuncia que después de su muerte regresará a la tierra para derramar sobre ella “un par de docenas de trillones de sextillones de descreídas e innumerables rosas mezcladas con lirios”.
La traducción de Los subterráneos es obra de Juan Rodolfo Wilcock. En 1972 Wilcock publicó en Italia El estereoscopio de los solitarios; allí aparece un relato que lleva como título “La ruta”. Un hombre camina por la ruta y es interceptado por otro que va encapuchado. Con un ademán, lo invita a seguirlo, desviándose del camino. Al llegar a un rancho, el encapuchado se descubre y ofrece su rostro humano. Le enseña al viajero la cama, en un rincón, y le presenta a sus hijas. Entonces, irritado por toda esta pérdida de tiempo, el caminante viajero desenfunda su arma blanca y convierte el rancho en un baño de sangre. Limpia el acero con las trenzas rubias de una de las jóvenes. En otro relato, “La lectora”, el traductor de Kerouac describe a una gallina inteligente, lectora, capaz de leer durante todo el día sin pestañear, siempre al servicio de una gran editorial. Los personajes de Kerouac son también solitarios, lectores y viajeros —mitad santos, mitad monstruos— engendrando dioses: “tuve de pronto la visión de Dean, como un ángel ardiente y tembloroso y terrible que palpitaba hacia mí a través de la carretera, acercándose como una nube, a enorme velocidad, persiguiéndome por la pradera como el Mensajero de la Muerte y echándose sobre mí. Vi su cara extendiéndose sobre las llanuras, un rostro que expresaba una determinación férrea, loca, y los ojos soltando chispas; vi sus alas; vi su destartalado coche soltando chispas y llamas por todas partes; vi el sendero abrasado que dejaba a su paso; hasta lo vi abriéndose paso a través de los sembrados, las ciudades, derribando puentes, secando ríos. Era como la ira dirigiéndose al Oeste”. Si Dean Moriarty es el más grandioso jinete del apocalipsis de la era de las autopistas, las tres novelas de Kerouac configuran su Evangelio.
Jack Kerouac, En el camino / Los subterráneos / Los Vagabundos del Dharma, traducción de Martín Lendínez, Juan Rodolfo Wilcock, Fernanda Pivano y Mariano Antolín Rato, Anagrama, 2014, 688 págs.
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