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En algún lugar de su Escuela romántica, para desprestigiar al enorme Ludwig Tieck, Heine cuenta que Justino cuenta que Ciro logró amansar el espíritu ansioso de libertad de los lidios ordenándoles que se abocaran a las bellas artes y otras actividades regocijantes. En contraste con otros dramaturgos que caricaturizaban a los monarcas europeos, Tieck se contentaba con satirizar a los reyes del teatro y los príncipes del escenario. Desde el romanticismo, cuyo comienzo quizá deba buscarse en el Quijote, el arte se ocupó cada vez más del arte y cada vez menos de las cuestiones políticas o sociales —naturalmente, hay numerosísimas excepciones, como los cines de Estado y las vanguardias históricas—, del mismo modo que los lidios desde entonces dejaron de lado todo tipo de motines.
La tercera posición lleva por título un sintagma de resonancias inmediatamente políticas y peronistas, pero el mundo que retrata es, antes bien, el de los críticos y todos aquellos que se esfuerzan en beneficio del arte. Situada en algún momento entre 1951 y 1956, la trama está centrada en los vínculos entre Ignacio, un mecenas, y su secretaria Irene, y abarca solamente el lapso de algunas horas, antes de una conferencia de Ignacio en el marco de un simposio sobre pintura y después de esa conferencia (el propio discurso está elidido).
Irene es o pretende ser una conocedora y amante auténtica del arte e Ignacio es —desde la perspectiva de Irene, compartida parcialmente por la obra— un tilingo sin sensibilidad (artística) alguna, cuyo vínculo con el arte se basa solamente en el dinero. En resumen: Ignacio es un bruto con plata. Y lo que en apariencia demuestra esta condición es su uso incorrecto de algunas formas verbales, su deficiente pronunciación de los apellidos franceses y su incomprensión del discurso supuestamente “sesudo” que Irene escribe para que él lea ante el público. La obra se arma así a partir de la tensión entre la diferencia de clase y la de capital simbólico. Irene, la mujer sencilla y verdadera conocedora del arte, debe someterse a los caprichos del adinerado Ignacio. En este marco que enfatiza la distinción de clase, el discurso político, que Ignacio quiere evitar a toda costa, se vuelve actual de manera inevitable por su inscripción omnipresente en el lenguaje y por la propia vocación paranoica del mecenas, que teme cualquier tipo de desviación hacia el ámbito político y ve en cada término que entiende a medias una posible celada de Irene.
Se trata así del encuentro de dos personajes vanos y vanidosos: Ignacio, preocupado únicamente por satisfacer al público aunque sea con un discurso ajeno; Irene, abocada al triunfo del arte aunque sea con el sacrificio del mundo: fiat ars, pereat mundus. Si bien Ignacio es la encarnación del filisteísmo y el esnobismo más elementales, posee sin embargo una vitalidad ausente en Irene, que pareciera ser la encarnación de la defensa del arte como la manifestación más elevada de la existencia —en una suerte de esteticismo posnietzscheano— y de la figura romántica del artista como sacerdote. El punto de encuentro entre la paranoia y el esnobismo de Ignacio y la soberbia y el aislamiento de Irene es doble: el trabajo, como ya señalamos, y la figura de Pedro, un pintor al que Ignacio apoyaba económicamente y que era el prometido de Irene. La trágica muerte de este personaje está evocada en parlamentos de Ignacio que son, de algún modo, la contracara de su discurso artístico: si Irene posee el saber del arte y redacta el discurso que Ignacio lee sin entender, Ignacio posee el saber de la vida de Irene (con Pedro), que ella ha vivido sin entender. El suicidio de Pedro por culpa de Irene es el centro de este discurso sobre la vida en oposición al arte. Entre la vida y el arte pareciera reinar la incomprensión más absoluta, y sus puntos de contacto están destinados a la resolución trágica.
La obra se despliega a través de parlamentos agudos, potenciados por las grandes actuaciones de Anahí Pankonin (Irene) y Eduardo Iacono (Ignacio) y por la inteligente puesta en escena de Carla Maliandi.
La tercera posición, de Carla Maliandi y Pablo García, dirección de Carla Maliandi, El Camarín de las Musas, Buenos Aires.
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