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Hubo un tiempo en que la filosofía fue dogmática, y quienes la practicaban apostaban su disciplina a la creencia en algún ente absoluto necesario: Idea, Acto puro, átomo, Dios perfecto, Sustancia infinita. Más tarde, con Kant, se abrió un nuevo período, marcado por el abandono de la “metafísica ingenua”: se consideró establecido que ninguna afirmación rigurosa acerca de un absoluto era posible, porque no habría manera de aprehender ningún objeto “en sí”, aislado de su relación con el sujeto, y la reflexión acerca de la naturaleza o el universo se apoyó desde entonces en el estudio de la correlación entre ser y pensamiento. La filosofía se había vuelto “correlacionista”. Sin embargo, contra lo que podría pensarse, ese giro no llevó a la clausura de lo religioso, ya que la postulación de una imposibilidad de hecho de cualquier conocimiento racional del en-sí terminó por justificar la creencia como única vía de acceso. Para peor, antes que al enfrentamiento con cualquier tipo de misticismo, la hegemonía del correlacionismo filosófico dio lugar a una perenne puesta en cuestión de las afirmaciones de la ciencia, deriva que culmina en nuestros días en un “en-religamiento” filosófico, la reaparición de un fondo fideísta.
Tal el cuadro de situación como lo describe y ante el que se posiciona Quentin Meillassoux. Pero ¿hay modo alguno de escapar del correlacionismo sin caer en el dogmatismo? Para Meillassoux sí, y una primera clave podría encontrase en un “enunciado ancestral” que se planta ante cualquier correlacionismo como una paradoja irresoluble. A saber: el universo existe hace trece mil quinientos millones de años, pero el homo habilis sólo está presente hace dos millones. Aquello de lo que hablamos cuando nos referimos a la edad del universo no puede ser entendido entonces como dependiendo de ningún pensamiento, y afirmar que no sabemos realmente si tiene esa edad, que en rigor nos es dado decir tan sólo que se nos presenta, se nos dona o se nos manifiesta como anterior a nosotros, es equivalente a afirmar, como lo hacen ciertos “creyentes pintorescos”, que el mundo cuenta en verdad con seis mil años y simplemente ha sido creado con un pasado no necesariamente ocurrido.
Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia se publicó en Francia en 2006 y fue considerado casi inmediatamente un texto fundante. Badiou y Žižek aplaudieron su aparición y otros filósofos, como Ray Brassier y Graham Harman, encontraron allí la clave para una nueva corriente filosófica: “realismo especulativo” suele ser la etiqueta, aunque Después de la finitud no se presente en esos términos, sino como “materialismo especulativo”. Esta edición de Caja Negra, la primera en castellano, viene felizmente a cubrir un bache de nueve años. Lo que nos acerca es un intento de abrir el camino al conocimiento del absoluto, entendido no ya en relación con un ente necesario, sino como aquello desligado, independiente del pensamiento que lo concibe. Su piedra basal es el principio de irrazón, lejano a pesar de su nombre de cualquier apreciación contemporánea de la sinrazón, y su seña de entrada es la noción de contingencia. Gertrude Stein estaría satisfecha: “una rosa es una rosa es una rosa” parece haber encontrado casi un siglo después un firme camarada filosófico.
Quentin Meillassoux, Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia, traducción de Margarita Martínez, Caja Negra, 2015, 208 págs.
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