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La princesa de Francia

Matías Piñeiro

CINE y TV

La princesa de Francia (ganadora del Premio a la Mejor Película Argentina en el último Bafici) es la tercera película en que Matías Piñeiro aborda a Shakespeare para travestir sus comedias en quintaesencia del polvo. La operación tenía alguna gracia (aunque no en el sentido casi religioso en que sus defensores usan esa palabra) en Rosalinda (2011) y Viola (2012), pero aquí los trabajos de amor perdidos se revelan finalmente en toda su nadería, al llegar sin paradoja a su mayor depuración: lo que queda del original no es más que un texto a saquear por un estudiante aplazado, que hace fintas en los márgenes. En su presentación en el programa de estreno, Piñeiro dice que su intención era “abstraerlo” (una palabra que se aplica perfectamente a todo su cine, impermeable a cualquier contacto con la realidad). Pero lo único que consigue es que nos desentendamos de sus personajes como estos lo hacen con sus recitados de Shakespeare: sus acciones y reacciones sólo parecen estar dadas por el capricho del director (sin que esto comporte, desde ya, ninguna reflexión sobre el teatro como espejo –roto, quebrado o feliz– del mundo). Despojado de toda meditación sobre sus materiales (es decir, de toda profundidad), el artificio se convierte así en mero mecanismo, cándida imitación de una película moderna: meras repeticiones que replican (una vez más, de modo intrascendente) las variaciones que a un cineasta como Hong Sangsoo le ha llevado toda una filmografía depurar (sin parodiar), a través de parlamentos distantes que funcionan como sola excusa para devaneos y paneos que demuestran (con “gracia”, claro) todas las formas posibles de hacer entrar y salir personajes de un plano. Es que la verdadera tradición y horizonte de La princesa de Francia hay que buscarla en su otra cita explícita: William-Adolphe Bouguereau, el pintor que mejor representó el academicismo francés. Ninfas y un sátiro (el cuadro que usa Piñeiro como leitmotiv) se expuso en París un año antes de que los impresionistas montaran su primera exposición. Como la misma película declara (sin ironía alguna), esos despreciados contemporáneos lo aborrecían por sus gráciles ejercicios de estilo (neoclásico) devenidos sin pena y con gloria en complaciente arte de museo. De hecho, podemos aplicar a La princesa de Francia la misma crítica que Edward Lucie-Smith hace al evocado cuadro: que su amable formalismo recubre la evidente frivolidad de su mirada. La primera película de Piñeiro (El hombre robado, 2007) mentaba a la Nouvelle Vague, pero bajo sus pliegues juvenilistas (en sintonía con buena parte de un Nuevo Cine Argentino que no encuentra salida a la adolescencia tardía) ya se adivinaba el puro gesto maquinal, despojado de cualquier voluntad inquietante. La princesa de Francia es un film sobre nada, pero ya no en el sentido flaubertiano sino en el alonsiano del término (que define los límites de cualquier “vanguardia” sin objeto): no sabe qué hacer con el movimiento que engendró y gira en falso hasta volverse pura vacuidad. Manierismo para tardes recoletas, siempre bien cotizado en el mercado. Volviendo a Shakespeare, recordemos las palabras que pone en boca de Hamlet en su guerra de teatros: “Como él y los de su bandada bailan al ritmo de los tiempos, las opiniones más trilladas los aprueban. Pero son pura espuma: un buen soplido y todas sus burbujas se revientan”.

 

La princesa de Francia (Argentina, 2014), guión y dirección de Matías Piñeiro, 70 minutos.

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