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“¿Qué nos pasa a los argentinos? ¿Estamos locos?”, se preguntaba Fabio Alberti en un memorable sketch de Todo por dos pesos. En esas preguntas se podía escuchar la inflexión paródica de una larga tradición de ensayos que han asumido la tarea de develar alguna supuesta “clave” constitutiva de nuestra identidad. El axioma del que parten estos ensayos es que existe una entidad llamada “cultura argentina”, portadora de rasgos singulares (el “misterio” del peronismo, el “horror” del Proceso, la persistencia empecinada de la dicotomía sarmientina “civilización o barbarie”), cuya elucidación sería no sólo particularmente interesante sino además urgente, importante, necesaria, aunque vaya uno a saber para qué. La inflexión literaria de esa tradición es particularmente rica y se sostiene en otros dos axiomas complementarios: que existe una entidad llamada “literatura argentina”, nuevamente portadora de rasgos excepcionales, nuevamente necesitados de un intérprete que los elucide y, por último, que no es posible explicar estas dos entidades (“literatura argentina” y “realidad política”, digamos) sin remitirlas una a la otra al infinito. Con esto queda montada la maquinaria interpretativa. El resultado han sido libros de largo aliento, que asumieron el desafío de dar cuenta de nuestra literatura y nuestra cultura como un todo. El clásico ensayo de David Viñas constituyó una marca (un récord) importante en esta competencia de alto nivel. Algunos de los libros de Josefina Ludmer y Ricardo Piglia, por caminos diferentes, persiguen el mismo objetivo (como puede leerse en el subtítulo de El género gauchesco: Un tratado sobre la patria). Y no faltan pruebas de que esta tradición siga viva. Están, por un lado, los renovados proyectos de Historia(s) de la Literatura Argentina que vieron la luz en las últimas décadas. Pero el impulso de producir una obra que explique qué nos pasó y qué nos pasa a los argentinos no sólo oprime como una pesadilla el cerebro de los académicos; también los escritores sienten el llamado. Carlos Gamerro, con Facundo o Martín Fierro (Sudamericana, 2015), reclama con ímpetu un lugar en esa conversación.
Desde el vamos Facundo o Martín Fierro vuelve explícito el gesto voluntarioso sobre el que se sostiene este tipo de ensayos. Es cierto que si alguien dedica una porción significativa de su tiempo y energía a leer y estudiar literatura argentina y escribe varios libros sobre ella, como es el caso de Gamerro, va de suyo que es porque le resulta un objeto muy importante (para él y para algunos otros). En esto coincidirían seguramente los amantes del backgammon, la pesca con mosca y la elaboración artesanal de cerveza. Todos ellos seguramente entienden que —para ellos y para algunos otros— eso que hacen es muy importante, pero apuesto a que sólo unos pocos se atreverían a afirmar que es de relevancia capital para el resto. No ha nacido todavía la pluma capaz de animársele a un Ping-pong argentino y realidad política. Sin embargo, por alguna razón, eso que nos hace sonreír tratándose de tan noble deporte, nos parece aceptable para el arte y la literatura. Sin duda no es sólo un fenómeno local, tiene sus raíces en lo que podemos llamar, para abreviar, discurso estético sobre las artes. Discurso que afirma, sin pestañear, que la literatura y el arte —a diferencia del handball o las construcciones con fichas de dominó— son “especiales” para todos, y no sólo para sus fans.
Pero los tiempos cambian, y hoy esa profesión de fe en el absoluto literario sólo puede enunciarse, sin caer en el ridículo, bajo la forma del “como si”. Eso es justamente lo que nos propone Gamerro en su prólogo: “hagamos ‘como si’ la literatura fuera no sólo muy importante sino lo más importante del mundo; supongamos que de algunos libros escritos por ‘una dispersa dinastía de solitarios’ dependen los destinos del país, las realidades en las que nos movemos (no sólo morales y sociales sino físicas y geográficas) y con todo ello nuestras vidas, y veamos cuál es el resultado”. Y hay que reconocer que el resultado no es malo. Gamerro es un lector incisivo, conoce desde adentro el oficio y su objeto y no deja de trazar relaciones pertinentes e inesperadas con otras de sus grandes pasiones: la literatura en lengua inglesa y el cine. Podría señalarse, es cierto, que Facundo o Martín Fierro promete desde su título, y después no brinda, una gran-hipótesis-mega-abarcadora sobre la cultura argentina, como sí la tiene, por ejemplo, El país de la guerra, de Martín Kohan, ensayo publicado unos meses antes. Los discursos sobre la guerra son —esa es la conjetura que guía el libro de Kohan— la gran matriz de la cultura argentina.
Se podría discutir la originalidad y la pertinencia de hipótesis totalizadoras como esta y las virtudes de un trabajo que, como el de Gamerro, se luce más en la lectura atenta de obras puntuales que en el trazado de grandes mapas. Se podría arriesgar, no sin malicia, que en realidad el libro de Gamerro es una colección de textos escritos para ocasiones dispares que el autor trata ahora de presentarnos como una obra unitaria aglutinando todo ese material heterogéneo bajo el gran dilema borgeano del título. Bueno, algo de esto hay, sin duda, y después de todo no está mal. Pero no es lo que quiero señalar ahora. La pregunta que me incomoda no es si Gamerro o Kohan tienen o no una “gran hipótesis” que ilumine, simultáneamente, la literatura argentina y el modo en que esta ha configurado los destinos de nuestro país y las realidades en que nos movemos. Es el deseo mismo de tener una hipótesis como esa, y su sustento, la creencia —incluso si se asume como ficción— de que la literatura es “lo más importante del mundo”, lo que me interpela. ¿Quién quiere, hoy, seguir jugando a ese “como si”? Por mi parte confieso que, si alguna vez soñé —como tantos otros— formar parte un día de esa “dispersa dinastía de solitarios”, de esos “legisladores no reconocidos de la humanidad”, cada vez se me hace más difícil suscribir ese deseo.
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