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Ya lo saben: hace unos días murió David Bowie. Al parecer, fue una sorpresa para casi todos, incluso para algunos de sus más próximos amigos. Murió de cáncer de hígado. Sabía, desde que recibió el diagnóstico (hace poco más de un año), que tenía poco tiempo. Vivía en Nueva York, pero en los últimos meses había vuelto a Londres, para seguir un tratamiento y tal vez para esconderse mejor. Antes, dejó listo su mejor disco en varias décadas, diabólicamente publicado, con gran fanfarria, dos días antes de su muerte. Las primeras reseñas de Blackstar (la expresión “estrella negra” se emplea para referirse a cierta clase de lesión producida por el cáncer, a una entidad que se produce cuando una estrella colapsa en un estado que suele ser previo a su reconstitución como singularidad, a una especie de pájaros) fueron publicadas antes de que la noticia fuera dada. Todas insistían en lo evasivo del significado de las canciones. Pero resulta que, por primera vez en el trabajo del artista, una parte considerable de sus letras son perfectamente claras; no sabemos con exactitud qué quiere decir cada una de sus líneas, pero sabemos para qué han sido escritas: para formar parte de un artefacto por medio del cual la escena del final se volviera más intrincada, equívoca e incierta. Otros componentes de este artefacto son (por el momento) dos videos. Uno fue publicado hará un mes: el de la larga canción que le da título al álbum. El otro, divulgado a la vez que la noticia del fallecimiento, es el de “Lazarus”. En los dos videos, Bowie lleva el mismo disfraz, organizado en torno a vendas que le cubren los ojos y sobre las cuales han cosido dos breves botones de metal, para señalar la vista seguramente ya perdida; una serie de figuras aparecen en los dos (una mujer que gravita en torno a él, una calavera negra con incrustaciones de piedras), de manera que no es imposible que las filmaciones compongan una secuencia más larga que extienda en el tiempo este desfile de figuras de sí mismo que el artista ha montado para que la desaparición se prolongue o no suceda.
La muerte de David Bowie hubiera sido un acontecimiento en cualquier caso. Pero, de no haber sucedido las cosas como sucedieron (de no haber sido planeadas de ese modo), las necrológicas, los homenajes, las colecciones de recuerdos no podrían sino haberse referido a cierta estrella cuya fuerza de irradiación había sido enorme pero estaba virtualmente extenuada. A pesar de un disco interesante que salió hace exactamente tres años (The Next Day), la imagen reciente de Bowie era la de un extraordinario innovador que, a partir de comienzos de los años ochenta, y tal vez motivado por la aspiración a un éxito más amplio que el que conocía hasta entonces, había producido discos y conciertos de relevancia decreciente. Problema grave: lo que estuvo siempre en la base de su trabajo, más que la voluntad de producir buena música, fue el deseo de relevancia cultural, deseo que se expresaba en la construcción sucesiva de figuras de una vida mantenida siempre en algún límite. Pero a partir de cierto punto el deseo perdió intensidad o dejó de encontrar espacios favorables a su trayectoria. Desde comienzos de este siglo, Bowie, a causa, al parecer, de problemas cardíacos, había dejado de dar conciertos; sus últimas apariciones habían tenido lugar en programas de televisión o en eventos filantrópicos. Este es el hombre que recordaríamos, si no fuera que, en un movimiento de inteligencia extraordinaria, se construyó una desaparición muy diferente. Blackstar es una puesta en escena de la muerte propia, montada como una pieza en curso que tiene como uno de sus momentos el anuncio de la desaparición de su hacedor (pero no la presentación de su cadáver, o el llanto siquiera de los familiares del difunto). La materia con la que se trata aquí no es cualquier muerte, sino la muerte moderna. La muerte de alguien célebre, capaz de pagar el mejor cuidado médico, cuidado que no puede detener el cáncer pero permite eliminar el dolor, de manera que el progreso de la enfermedad sea tolerable, de algún modo previsible y, a partir de cierto punto, se pueda decidir la suspensión del tratamiento, tras lo cual el desenlace se vuelve una certeza. La muerte es, en estas condiciones, controlada todo lo que se puede controlar la muerte: el paciente sabe lo que tiene que saber, entiende que el conjunto de sus órganos ha entrado en desarreglo y que lo que lo sostenía ya no puede sostenerlo. El proceso impulsa el cierre progresivo del mundo interhumano: pocos son los que tienen toda la información que hace falta. Se muere en el secreto, en una red de aparatos en la cual se entra como una mano entra en un guante y, hasta cierto punto, se puede escoger cuándo y cómo ejecutar el desenlace. Esta manera de morir es una novedad; es comprensible, por eso, que alguien que siempre dijo que era menos un músico que alguien que recogía y combinaba fragmentos de su mundo social para proponer una imagen del modo como vivimos en cada presente, escogiera tematizar el particular anonimato y el sigilo que domina esos parajes y su relación con el universo que habitó, melancólicamente a veces, desde muy pronto: el de la fama en sus modos más extremos.
Cuando hace aproximadamente un mes se presentó el video de “Blackstar”, nos parecía incluso verosímil que la letra entonces elíptica (donde arde una vela solitaria en cierta villa de Ormen, una ejecución sucede, tal vez en ese sitio, ojos anónimos están en el centro de todo, y se declara que el día en que él murió, no sabíamos quién, alguien más tomó su lugar y gritó que era una estrella negra) pudiera referirse, como lo sugirió uno de los músicos que colaboró en el álbum, a la emergencia de cierto terrorismo, pero ahora es difícil no verlo como parte de una secuencia más o menos narrativa que se prolonga en “Lazarus”. Esta canción (cuya música, al comienzo, hace pensar en Joy Division, el momento hasta ahora más intenso del rock funerario) comienza de manera tajante: “Miren aquí arriba, estoy en el cielo, tengo cicatrices que no se pueden ver, tengo un drama que no puede ser robado, ahora todos me conocen”. Y pronto agrega: “Miren aquí arriba, estoy en peligro, no tengo nada que perder”. Luego de un interludio deliberadamente banal en el que Bowie celebra su llegada, hace tiempo, a Nueva York, y lamenta haberse gastado todo el dinero que tenía en busca del culo de alguien que no nombra, la pieza termina con el cantante presentando la imagen de sí mismo como una criatura por fin libre, (convencionalmente) como un pájaro. En casi todos los pocos minutos del video, Bowie está en una cama de hospital, pero quisiera que sospecháramos que este hospital no está en el mundo: por eso puede gravitar levemente por encima de la cama a la cual lo tienen confinado. Claro que nosotros vemos este video post mortem, y sabemos que el que canta ya no podría hacerlo. En “Lazarus”, el intensísimo efecto de presencia, al menos en la perspectiva de estos días, depende de que allí un hombre vivo nos dice que está muerto o a punto de morir, sabiendo que recibiremos completamente, que comprenderemos por fin lo que nos dice, cuando lo que anuncia se haya verificado. Lo sabemos porque nos lo han dicho: nunca veremos una fotografía del cadáver, y no tenemos otro remedio que creer que efectivamente ha muerto en el momento en que nos han dicho que murió. El terror de este personaje que no puede moverse de su cama parece sincero, pero el mismo Bowie, en el mismo video, se nos presenta vestido con una malla de bailarín o payaso y garabatea frenéticamente sobre un escritorio o un pupitre, como un niño que tuviera que completar sus tareas escolares, además de ejecutar poses algo ridículas, como los bamboleos de tres crucificados, semejantes a espantajos, que celebran más que sufren su crucifixión en un momento particularmente atroz del video de “Blackstar”. Creíamos, por un momento, que este gran maestro de la mascarada nos confirmaría que, efectivamente, ahora podemos conocerlo. Pero la última canción del disco se llama “I Can’t Give Everything Away”, expresión que es ambigua: podríamos traducirla como “no puedo dar todo” o “no puedo revelar todo”. Y lo cierto es que este desfile de filmaciones y fotografías, de presentaciones, declaraciones, revelaciones, este desfile de figuras de sí mismo de un Bowie que declara que se está muriendo al mismo tiempo que —en silencio y en secreto; no sabemos dónde, cuándo ni cómo— los últimos signos vitales iban desapareciendo del cuerpo de alguien que iba dejando de llevar su nombre, no es una maniobra menos intrincada que las que realizaba al comienzo de todo, al inventar a Ziggy Stardust, estrella exorbitante cuya carrera acababa, en su ficción, en el suicidio. Podemos comparar Blackstar con tal o cual otro disco de tal o cual músico, pero lo que el artista había planeado que se desplegara en estos días es un acto que participa de otra serie, la que se asocia con los nombres de Hendrix, Presley, Joplin, Lennon, Curtis, Cobain: la de las grandes muertes del rock, las salidas memorables que, gracias a la potencia del enigma, reabren continuamente los legados.
Bowie, durante los años sesenta, pasó por un período bastante prolongado de atracción por la religiosidad tibetana. No es inverosímil suponer que este disco, los videos que van con el disco, la sincronización de los materiales con los eventos en hospitales y secretas casas funerarias, fueron compuestos como su Bardo Thodol, su Libro de los Muertos, el volumen tibetano que recoge fórmulas para que se les lean a los muertos al oído, de modo de favorecer su “liberación a través de la audición durante el estado intermedio”. Bowie, en efecto, ha creado durante el curso de unos días que para mí siguen y no sé cuándo acabarán, un “estado intermedio” entre la muerte y el momento en que alcanza su destino lo que sea que la muerte libera. Es apropiado que la canción que he mencionado varias veces se llame “Lazarus”: Lázaro de Betania, en el Evangelio de San Juan, estuvo muerto durante cuatro días y fue resucitado por Jesús. La pieza que Bowie acaba de montar, con su fallecimiento que las imágenes presentan como el retiro tentativo, tímido, asustado, hacia el sitio donde se guardan los útiles y los tesoros, postula, con un tono ambivalente, de drama y de comedia a la vez, que estamos en los cuatro días de la ausencia, tras lo cual, sin embargo, sospechamos que su protagonista no va a volver en ninguna forma, ni siquiera en la de cierta estrella negra que, en la canción que tiene ese título, viene a ocupar el lugar del que fallece, una vez que el espíritu asciende apenas y se mueve, todavía atónito, a un costado.
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