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Durante su visita a Buenos Aires, sir Mick Jagger se dejó tomar una fotografía en el cementerio de la Recoleta. ¿Era la de un turista embelesado con la arquitectura mortuoria? ¿O nos dice entre esas tumbas aristocráticas, como un Dorian Gray tory: “por favor, permítanme presentarme, ando rodando desde hace muchos años, estoy más allá del tiempo”? Y quizá esa sea la desconcertante naturaleza del juego de la que se habla en “Sympathy for the Devil”. Un juego de casi medio siglo de permanente, resbaladiza, obstinada ambigüedad. Hace cuarenta y ocho años, Jagger no se definía a sí mismo conservador "con ce minúscula” (alguien que rechaza la presión fiscal del Estado pero es tolerante “en cuestiones morales o relativas a la libertad de expresión”). No, en 1968, el año de esa canción, irrumpía como un referente de la protesta que empezaba a sacudir Europa. O al menos así lo quería ver parte de la izquierda —que lo situaba incluso por encima de Lennon— y hasta Jean-Luc Godard. Su película One Plus One registró el proceso de grabación de “Sympathy for the Devil”. Las primeras tomas presentan el esquema de una canción rudimentaria. La película finaliza con la versión del disco Beggars Banquet. El work in progress, que se alterna con intervenciones de Black Panthers armados, era para Godard una metáfora del proceso revolucionario: ensayo, error, objetivación. ¿Qué pensaba el cineasta? ¿Qué usos supuso de esa voz, de ese cuerpo erotizado y esas imágenes? Jagger, en rigor, se había inspirado en El maestro y Margarita, la sátira antiestalinista de Mijaíl Bulgákov. La novela habilitaba un sinfín de lecturas, y la jibarización de Jagger en cuatro minutos también, a punto tal que, décadas más tarde, National Review, la revista de la derecha ilustrada de Estados Unidos, la eligió en su artículo “Rockin’ the Right” entre las cincuenta canciones más conservadoras.
La escucha de “Sympathy…” se depura en la Argentina de las marcas e interpretaciones históricas. El rito, frente a Jagger y los Stones Sociedad Anónima (S.A.), es presencial y fuente de valor. Como lo dijo Daniel Scioli, el promotor de Pimpinela y Ricardo Montaner durante su fallida campaña electoral: al “verlos” pudo cumplir un “sueño” personal. Lo mismo debieron pensar María Eugenia Vidal al entregarle a Jagger la llave de la ciudad de La Plata, o Mauricio Macri, al recibirlos en su finca: satisfaction. Charly, los rollingas setentistas, los pomelos periféricos y los intelectuales que se sintieron conminados a participar del gran karaoke también sintieron ese impulso. Cada uno con sus proyecciones y fantasías. Los significados sociales, sectarios, privados, oportunistas, parecen neutralizarse en la superficie de la celebración compartida. La sujeción al presente de lo siempre así se inscribe en los propios cuerpos de los Rolling Stones S.A., en los movimientos con código de barra que realizan como si nunca hubieran dejado de hacerlos. Como si, en definitiva, la canción también siempre fuera la misma. Pero ¿the song remains the same? En el título de aquella película sobre los conciertos de Led Zeppelin en el Madison Square Garden, a mediados de los setenta, se cifra una imposibilidad que no exime a nadie: el sentido de las canciones es siempre contingente, volátil, utilitario. ¿Cómo entender si no el derrotero de “Stairway to Heaven”? El himno jipón zeppeliano le ha disputado a la “Cabalgata de las valkirias” de Wagner el primer lugar en las playlists de los iPod de los soldados estadounidenses que vigilaron por aire y tierra el Irak intervenido entre 2003 y 2013.
¿“Street Fighting Man” sigue siendo la misma? Definitivamente no, y no sólo por la ausencia del sitar y los drones del difunto Brian Jones. Los Stones abrieron la gira argentina justo con esa canción, en la misma ciudad donde, semanas antes, habían “debutado” las balas de goma. No hubo guiños políticos. Apenas inercia. Es difícil imaginarse a Jagger contándoles la historia de esa canción al financista Marcos Gastaldi y a su esposa Marcela Tinayre. Sus anfitriones de Barrio Parque se deben haber conformado con balbuceos y asentimientos. Pero cuarenta y ocho años antes, Jagger conversaba en Londres con Tariq Ali, un escritor marxista de origen paquistaní miembro de la New Left Review y de la revista The Black Dwarf. Ali ha recordado esos encuentros en Street-Fighting Years: An Autobiography of the Sixties (Verso, 2005). Después de la ofensiva norteamericana del Tet, el movimiento de protesta contra la Guerra de Vietnam creció como la espuma en Inglaterra. Miles de manifestantes se enfrentaron en una verdadera batalla campal con la policía montada en Grosvenor Square. Entre los manifestantes, estaba (esa vez) Jagger. Bajo los efectos de los bastonazos de la montada, el stone escribió “Street Fighting Man”. La canción es musicalmente rudimentaria pero encierra la energía de una época vertiginosa: “ha llegado el verano y es el momento de luchar en las calles”. En una entrevista de International Times, su autor fue aún más lejos que el propio texto: “el sistema está podrido […] el momento ha llegado. La revolución es válida”. Excitado por las circunstancias y en medio de los preparativos de una segunda movilización callejera, Jagger le ofreció la letra a The Black Dwarf. La revista la imprimió con una cita de Engels (“una onza de acción vale una tonelada de pensamiento”) y un título: “Mick Jagger y Fred Engels luchan en la calle”. Cuando “Street…” fue completada, en mayo y en medio de los sucesos parisinos, se decidió que no saliera como single en Inglaterra. La compañía temió que fuera escuchada como una incitación.
El clasicismo rollinga, ituneizado, de baja comprensión, tiene un imperativo ecuménico que ya no asusta a nadie ni deja resquicios para una negatividad que recupere críticamente el pasado. Los Stones S.A. tampoco están interesados en mediaciones que excedan el formato de un show (con algo de la felliniana Ginger y Fred high-tech) en el que sólo se aceptan las explosiones de sentimentalidad.
La figura de Jagger no invita tampoco a deconstrucciones. La unanimidad sorprende. Nada importa acá, en este rock malvinero, su confeso thatcherismo. Tampoco adquiere relevancia su gran alegato musical en contra de los beneficios laborales excesivos (tan macriano suena por estas horas). En “Let’s Work”, el gran hit de su carrera solista, Jagger vuelve a la calle pero para lanzar una arenga antiñoqui que le sonaba a música celestial a la Dama de Hierro en medio del ajuste: “No voy a sudar por vos, no voy a llorar por vos, si sos un vago. Trabajemos”.
¿Jagger es pospolítico? El consenso siempre dirá que lo de él y los Stones S.A. pasa por “otro lado”, un lado tan abierto que no deja a casi nadie sin invitar. Como en el cuento “Josefina la cantora” de Kafka, hay algo en esa voz, en esas prácticas, del orden de lo inexplicable, una banalidad excepcional, enceguecedora, que sólo se conjura con el ejercicio de la repetición. Hasta que se disuelvan en el aire y no haya cuerpo ni simulacro.
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