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Si los Rolling Stones se permitiesen un extra de cinismo o simple sinceridad, “The last time” debería sonar en cada uno de sus shows. O podrían estrenar en vivo, después de cuarenta y dos años, “Time waits for no one”. Esta podría ser la última vez, porque el tiempo no espera a nadie. Okey, aún está de su lado, pero ¿por cuánto más? Llega un momento en el que la biología indica que, inexorablemente, the last time está ahí nomas. Charlie Watts tiene setenta y cuatro, una edad a la que prácticamente todos sus héroes de la batería ya habían muerto.
Las visitas espaciadas de los Stones son una suerte de mundial de fútbol que sucede cada ocho o diez años en vez de cuatro. Los que nos entusiasmamos con esto, queremos verlo (y oírlo) todo, aunque vayamos de una vibrante semifinal a un tedioso partido de primera fase. Con los Stones es igual: se puede pasar de un groove imperecedero a un solo de guitarra horrible, incluso dentro de la misma canción.
El milagro de un show de los Stones es que uno puede salir consciente de que escuchó un montón de pifias pero a la vez feliz por la experiencia, coronada por los bises celebratorios de dos canciones que en sus letras celebran poco: “You can’t always get what you want” (esta vez con coros locales), y “Satisfaction”, donde uno le termina creyendo a Mick Jagger que aún le falta satisfacerse, sea vampirizando a una jovencita o sumando más millones como CEO de los Stones (con las empresas radicadas en Holanda, para tributar menos al reino que lo hizo Sir).
Los Stones se manejan actualmente en un esquema de un show cada tres días y Watts, pese a ser el más exigido, sigue siendo el más preciso: logra mantener los tempos necesarios para cada canción; un reloj con swing, aun si ni él ni su Gretsch fueron hechos para sonar en estadios. Más allá del despliegue de Jagger, el gigantismo del escenario (más “austero” que los de 1995 y 1998, mientras que el de 2006 ya era un downsizing con respecto a su contrapartida estadounidense) atenta contra el interplay del grupo, por eso Keith Richards y Ron Wood siempre se están buscando, o Richards se pone a hacer ritmo al lado de Watts.
Con la estructura de grandes estadios inaugurada en 1981, los Stones están para ser vistos, aunque la música pierda. Cuando Richards y Wood encaran las pasarelas para un solo, parece que el público tuviese que maravillarse de que puedan recorrer esos metros sin sofocarse. Ahí está cada noche el solo de Richards en “Sympathy for the devil”, a veces más inspirado que otras pero siempre lejos de la filosa toma original, con sus compases vacíos al comienzo mientras Keith desfila como un modelo de viejito piola al que, en una entrevista, es más fácil preguntarle cuánto hace que no toma cocaína que acerca del comedor hecho a nuevo que su sonrisa exhibe.
¿Decir que los Stones cometen más errores de la cuenta es “hacerle el juego a la derecha”? Parece que sí, a juzgar por algunas reseñas, que incluso llegaron a fantasear que el grupo tocaba mejor que hace veinte años. En el movimiento pendular de la recepción crítica del grupo en el país, parece que el mero hecho de que sigan girando —y estén lejos del triste espectáculo de uno de sus padres, Chuck Berry— los exime de que se les pida algo más.
Una mirada indulgente diría que el margen de error en cada presentación es la humanidad imponiéndose por sobre la maquinaria. Pero ciertamente no hay excusas para solos de guitarra como el de Ron Wood en las “Start me up” de la primera La Plata y en Montevideo, o la manera en que Richards pifió el riff en la misma canción en la tercera fecha argentina. En el segundo encuentro platense, un confundido Keef confundió a toda la banda arrancando “Tumbling Dice”, una canción en afinación abierta, con una guitarra en afinación estándar. Después de entrar mal, Jagger tuvo que cortar a la banda en seco y ordenar “It’s only rock and roll (but I like it)”, el tema que la lista indicaba. Curiosamente, que una canción sea parte del repertorio no garantiza que se vaya puliendo, mientras que “Beast of burden”, sólo interpretada en la última noche bonaerense, sonó relajada, con un riff casi acariciado por Richards.
Los Stones siempre fueron una banda propensa a la sloppiness. Cuando se les unió, Mick Taylor no podía creer que tocaran tan mal. Son el único grupo que fue acusado de playback por errar siempre en la misma canción. Los finales muchas veces siguen siendo dictados por cabezazos que, más premeditados, permitirían incluir un par de canciones más. A diferencia de Paul McCartney y como Bob Dylan, nunca tomaron al disco como la partitura, con una salvedad: las grabaciones de Dylan suelen ser la instantánea de un momento, mientras que el estilo casual de los Stones tiene varias tomas y mezclas detrás. Están lejos de los tours de los setenta, aunque los recitales son más largos —para Richards, la duración ideal de un show de rock and roll son veinte minutos— y mantienen, en promedio, el nivel de sus visitas previas, aun si se notaba, además de los años, el óxido por sacudir en un comienzo de gira.
Hay cierto encanto cuando la banda va a la deriva, especialmente en las canciones cantadas por Richards, claramente las que tienen menos ensayo (empezando por la obvia dependencia de Keith con el teleprompter), como en el choque entre partes de “Before they make me run” (10/2). Al igual que no se debería discutir a esta altura a Dylan como cantante, tampoco se puede negar el pathos que carga la garganta de Richards, especialmente en las baladas. Ahí está la magistral “Slipping away” (10/2 y 16/2); esa cavilación sobre el final que se siente mucho más cerca que en 1989.
El extendido blues de Chicago trasplantado a Londres “Midnight rambler” (1969) es el momento en que las piezas del grupo, aún desparramadas, caen en su lugar con una secuencia de starts & stops donde terminan sonando como la contrapartida urbana del “Interstellar overdrive” de Pink Floyd. Incluso según la noche y la canción, Ron Wood —que por momentos sería rebotado hasta en La Beriso— puede pasar del noise involuntario a recordar que está en el grupo por otras virtudes que su capacidad para la juerga y la mediación entre los Glimmer Twins.
Lo mejor de Wood y Richards está cuando borran los límites entre primera y segunda guitarra, en ese interplay que tuvo su mejor expresión a fines de los setenta y ellos denominan el antiguo arte de tejer. Saben cubrirse las espaldas: Wood puede agarrar en su guitarra en afinación normal los riffs que Richards acaba de soltar en sus cinco cuerdas. En el peor de los casos, siempre tienen la red de quienes más trabajan: Watts y el bajista Darryl Jones.
Casi tan esperado como las contadas diferencias en el repertorio terminaron siendo los speechs en castellano de Jagger, claramente riéndose de la situación. ¿Quién habrá sido su Aldo Cammarota, que le dijo que era una buena idea decir —en el último show argentino— que se había comprado un dos ambientes (¿o dos parcelas?) en Chacarita? Sólo faltaba El humor de Keith Richards. A los chistes de Jagger hay que tomarlos como un yeite más. Y es mejor Jagger hablando de “chimichuri” (sic) y chivito que Bono pronunciándose sobre la realidad argentina. La que no estaba guionada era la emoción de Richards en las dos primeras noches platenses, sobre todo la segunda.
Hace quince años me parecía imposible que Jagger pudiese estar dando shows así a esta edad; que a diferencia de McCartney y Dylan, iba a tener que cambar radicalmente su acto. Sin embargo, lo logró. Sigue trotando el escenario, impostando acentos, haciéndole algún pasito camp a Richards o a los gendarmes del Estadio Único, frotándose a la corista (Sasha Allen no llega en “Gimmie shelter” a los agudos que Lisa Fisher supo alcanzar), cantando realmente bien o, como siempre lo hizo en vivo, esquivando el salto interválico (“you can’t say we never tried”) en “Angie”. El para nada fan Rodrigo Fresán escribió en 2003 que Jagger era Dorian Gray y Richards el retrato. Pero la verdad, ambos se condensan en el pergamino sin cirugías ni botox de Jagger. Para elogiarlo con una frase poco feliz, lo suyo es el triunfo de la voluntad.
No hay nada de nuevo en el “ecumenismo salvaje” al que se opone el colega Abel Gilbert. En una noche de 1995, coincidieron en la platea de River Luis Alberto Spinetta y Alberto Pierri. En el mismo estadio pero durante el último show de Paul McCartney en 1993, estaban Fito Páez y Carlos “Follow me” Menem. Los Stones, como los Beatles, el Papa y el peronismo son fenómenos polisémicos que contienen multitudes contradictorias. Fotos de Jagger con Larreta y Macri (antes Menem y De la Rúa), pero también un toque en el Barrio Sur con Rada y el Lobo Nuñez.
“Tenés que verlo desde mi punto de vista. Para mí fue fascinante ver al presidente Menem en su casa. ¿O acaso no puede resultarme divertido?”, le dijo el voyeurista político Jagger a la revista Viva en 1998. El comentario político sigue apareciendo de tanto en tanto en sus canciones; más recientemente en A Bigger Bang (2005), con letras alusivas a la política interna y externa estadounidense, el terrorismo en Londres y la tortura en Abu Ghraib.
En un plano artístico, el “ecumenismo” presenta un problema si se considera la canción que se somete a votación por internet en cada show, una idea primero utilizada en 1997. Que el 13 de febrero la elegida haya sido “You got me rocking”, un tema de 1994 que desde entonces no ha faltado en ningún tour, prácticamente invita al análisis sociológico. Al menos una generación parece no haber pasado de Voodoo Lounge, el álbum que la incluía (nacido de las mejores sesiones del grupo desde 1978), a costa de las demás nominadas: “Bitch” (1971), “Rocks off” (1972) y “Doo doo doo doo doo (Heartbreaker)” (1973), todas joyas. Ese voto le termina dando la razón a Jagger: hay que hacer los hits, aun los menores. (Sospeché fraude, sobre todo cuando Wood directamente tocó una única nota con el slide durante todo el solo).
Otra canción del “último período” (¡cuatro álbumes de estudio en 25 años!), la definitivamente menor “Out of control”, ninguna noche falta pero tampoco falla porque, montada sobre una línea de bajo levantada de “Papa was a rolling stone” de los Temptations, es uno de los momentos más sólidos: una demostración de manejo de dinámicas y un recordatorio —luego reiterado en “Midnight rambler”— de que Jagger es quizá el mejor armoniquista blanco de blues que no hizo una carrera de eso.
Fue la primera vez que vinieron sin tener nada nuevo que mostrar y se notaba. Con el compilado Forty Licks (2002), se dieron cuenta que un álbum nuevo no era necesario para montar un tour. Jagger siempre tiene canciones aunque, ¿para qué juntarse varios meses a lidiar con Richards en un disco que no va a mover el avispero si puede tener la gratificación monetaria e instantánea de una noche donde se pague top dollar por verlo? Aun así, siguen prometiendo volver a estudios. Ojalá.
No obstante, se les tiene que reconocer a los Stones que tardaron bastante más que muchas bandas de los ochenta y noventa en entrar en esa dinámica de gira-sin-disco. En rigor, con las particularidades de su enfoque, cuando los Stones salen de gira están haciendo lo mismo que Dylan, McCartney y también todos sus héroes: un músico popular toca hasta el final porque de eso se trata.
Ya en los ochenta, Richards explicaba que su modelo eran Muddy Waters y todos los bluseros que siguieron en la ruta hasta caer muertos. “Quiero hacer que esta cosa crezca. Elvis no pudo hacerlo”, le dijo a Rolling Stone en 1988, mientras Jagger, tras el fracaso de su segundo álbum solista (el single “Let’s work” apenas rozó el top 40) veía esfumarse sus ambiciones de abrirse del grupo. “Este es un trabajo de toda la vida. Y si hay un estúpido que alguna vez lo va a demostrar, espero ser yo”. El año pasado, Keef le reconoció a The Age: “No me gusta la idea de palmar en el escenario. Pero tampoco le veo mucha alternativa”. Como la tripulación de la Enterprise, los Rolling Stones continúan su viaje hacia donde ningún hombre ha llegado antes.
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