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Es curiosa la forma en que una película como Goodnight Mommy, tan lejana en apariencia de las tendencias actuales del cine de terror, se ajusta casi por inercia a algunas de sus constantes más resistidas. Nacida en los márgenes de las capitales mundiales productoras del género (Estados Unidos, por supuesto, y más recientemente Francia, con el llamado “nuevo extremismo galo” ya desinflándose), más bien ignorándolas en cuanto a temas y formas, se mantiene, no obstante, cerca de ellas por tono, precisión y objetivos. Ese tenue parentesco tiene que ver aquí con la tesis unificante que atraviesa buena parte de los shockers modernos, que pasan cada vez con mayor facilidad de la impostura artie al laboratorio de pruebas “de diseño” construido para tentar y medir la resistencia física y moral del espectador. El origen, digamos, “social” de Goodnight Mommy y su influjo conceptual (se trata de una película austríaca, dirigida a cuatro manos por un hombre y una mujer) quedan curiosamente redefinidos por las incomodidades que busca y que (generalmente) logra encontrar, y por su perturbadora y malsana concepción de lo cotidiano, de lo trivial y lo repetido, asociada a ciertas arquitecturas muy características del cine germano contemporáneo. En todo momento Goodnight Mommy se asume como una película inteligente, y su puesta en escena geométrica, profundamente aséptica, jamás enmascara su verdadera naturaleza. Son, precisamente, esa orgullosa disciplina y ese orden mineral que la rigen los que la salvan de la medianía que suele lastrar algunas aproximaciones insoportablemente “técnicas” al descontrol y la crisis de la mundanidad —desde los lujosos e insufribles mapeos existenciales de Atom Egoyan a los abyectos ajustes de cuentas de Todd Solondz—, para poner de manifiesto ese otro orden inversamente atávico, hecho con los restos inconscientes de una moral mal corregida, que termina por imponerse con naturalidad y, en los mejores pasajes del film, hiela la sangre. Entre las imágenes de esos dos hermanitos que juegan solos en el bosque y en la casa dentro del bosque, que ven a su madre regresar una mañana con el rostro vendado luego de una cirugía reparadora, que comienzan a descubrirla cambiada, impaciente, intolerable y ligeramente siniestra, hasta que otro buen día comienzan a preguntarse si, efectivamente, la que ha regresado a ellos es su madre o alguna otra persona que se hace pasar por ella, reverbera un imaginario de cuento infantil reversionado que alista —y predispone— al espectador para una mala pasada de su conciencia. Como pocas películas recientes, Goodnight Mommy juega con lo que el espectador “lleva” al cine, y en ese sentido la hiperracionalidad negativista de Franz y Fiala se parece a la de su compatriota Michael Haneke, en lo que este pequeño apocalipsis doméstico tiene de exhibición basada en una casi intolerable quietud fotográfica. Sólo que aquí la escala es mucho más pequeña que las que suele utilizar el director de Caché (2005), porque Goodnight Mommy no pretende radiografiar el mundo y se contenta con ofrecernos los juegos vitales de nuestra especie, reducidos y confinados al deseo vengativo del núcleo familiar, como si de un carnaval de horrores gráficos aunque indecibles se tratara. En esta película perversa, importa mucho quién habla (quién puede o quién decide no hablar), aunque la mayor parte del tiempo se dedique a convocar el espanto de las cosas que vimos o imaginamos en la infancia, esas que son, paradójicamente, casi imposibles de poner en palabras.
Goodnight Mommy (Austria, 2014), guión y dirección de Veronika Franz y Severin Fiala, 100 minutos.
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