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El dispositivo alucinado que ideó Silvio Lang para presentar El fiord en el marco del Festival Nueva Ópera Buenos Aires es cautivante y eficaz. Esta puesta exaltada, eco de un presente sombrío e insinuación del futuro siniestro que resopla en nuestras nucas, les debe tanto a la desmesura física que Lang les exige a sus actores como al surrealismo de Cottolengo que practica el vestuarista Endi Ruiz y al diseño de luces distópico que compone David Seldes. El resultado es un ecosistema en el que podrían luchar a muerte Rick Deckard y Martín Karadagian, la teniente Ripley y la Justine de Sade. El fiel de la balanza se inclina hacia nuestras pampas por efecto de una lengua hiperlocal y neobarrosa, y por la tensión de las actuaciones hacia un grotesco sublimado. Si en el cine argentino o en el peor teatro de revista el grotesco ha sido una verdadera cárcel para el actor (y para la imaginación), en esta ópera experimental es dinamita, sobre todo en manos de intérpretes todoterreno como Julián Cabrera (Sebas), Sol Fernández López (Carla Greta Terón) y Eddy García (Atilio Tancredo Vacán), que hacen estallar la llanura de los chistes. Esa polenta encierra sin embargo un problema: la máquina escénica que ensambla Lang se vuelve por momentos cacofónica, empastando el filo del texto que se quería reanimar.
Un texto que está vivito y culeando. En efecto, y contra todo pronóstico, el libretto es uno de los elementos más potentes del cóctel. Ignacio Bartolone se desplaza con liviandad admirable por un corpus que en otras manos hubiera pesado como un dolmen. Y ahí donde una mímesis pétrea hubiera sido lo recetado, Bartolone parece dialogar de igual a igual con el muerto, colando dosis exactas de reverencia y burla, reconocimiento y sublevación, y firmando un texto que se sostiene más allá y más acá de la puesta, un homenaje taimado y honesto que sabe a pacto con el diablo. Engordado con citas infaltables en un Greatest Hits de Lamborghini, pero también con extractos de Shakespeare o William Blake, El fiord de Bartolone deja de ser el relato que todos conocemos y se consolida como un cristal de ese universo de sentidos que constituye tanto la condición de posibilidad como el legado de Osvaldo Lamborghini.
Libreto intachable + puesta inspirada. El resultado no es sin embargo un gol de media cancha. A piacere de las brujas lamborghinianas, que anticipaban maliciosamente un desastre, la ópera no logra ser el vehículo que el relato pedía, en gran medida porque el acople entre poesía y acción dramática no es exacto y se pierde para el espectador mucho de lo que este texto todavía tiene para decir. Pero esa caída devela el tesoro de esta puesta: su ambición desmedida, su carácter de aventura radical. Hay algo de la determinación febril de Aguirre o del entusiasmo alunado de Fitzcarraldo en la incursión de Lang. Y no es casual que convoque los nombres en clave de Herzog, un agitador constante de la necesidad de adentrarse en territorios desconocidos y peligrosos.
El crítico Robert Egbert solía decir de Herzog que aun sus fracasos eran espectaculares. Esta puesta ayuda a entender plenamente esa sentencia y le rinde el mejor homenaje posible a un texto que hace más de cuatro décadas se internó con pico y pala en el corazón más negro de la patria sin estrategia de salida y sin red de seguridad. Y de paso, nos recuerda que, bajo ciertas circunstancias, fracasar, perder o no saber pueden ofrecer formas de estar en el mundo más creativas y más iluminadoras que las que ofrecen las somníferas mieles del éxito.
El fiord, ópera de cámara basada en el texto homónimo de Osvaldo Lamborghini, libreto de Ignacio Bartolone, dirección escénica de Silvio Lang, música de Diego Tedesco, dirección musical de Juan Martín Miceli, Teatro 25 de Mayo, Buenos Aires.
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