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El método de Mark Fisher es la hauntologie derridiana, esa ontología de lo fantasmal que el autor de Espectros de Marx (1993) esparció sobre el mundo como un perfume venenoso y que vino a enseñarnos, entre otras cosas, la forma en que la estética de lo fantasmal, de lo ya acontecido pero nunca retirado del todo, opera sobre el presente, marcándolo y habitándolo con un delirio representativo que tiene los hábitos de la vigilia y la recurrencia de un tic nervioso. En el aún no traducido Ghosts of my Life (2014), Fisher sostiene que esta “dimensión fantológica” responde —como si de una droga tranquilizante se tratara— a la crisis político-creativa de un momento cultural específico: el de un nuevo “fin” de la Historia que, penetrada por la innovación tecnológica, no tendría otra alternativa que replegarse una y otra vez sobre sí misma hasta descoyuntarse por completo en las nuevas formas de tiempo y espacio nacidas al amparo de Internet. El vértigo y la locura de la recurrencia —la imposibilidad del olvido que el archivo maquínico de la red sostiene y gestiona con la refinada eficiencia de un neurocirujano digital— operan esa “lenta cancelación del futuro” que Fisher toma prestada de After the Future (2011), de Franco “Bifo” Berardi. La fórmula, como la ilusión de una inútil y falsificada libertad, refiere al fin de la fabricación de expectativas culturales que habría tenido lugar en algún momento entre 1970 y 1980, cuando la (pos)modernidad vino a limitarnos a una nostalgia esquizofrénica dedicada al simple reconocimiento de formas, temas, tonos y sensaciones preexistentes. Para Fisher, el siglo XXI permanece clausurado por esta sensación de finitud creativa y condenado al loop repetitivo del “revival”, el “pastiche” y la reformulación (eso que Fredric Jameson llamó “modo nostalgia”), y esa crisis se ilustra con ejemplos que van del cine a la literatura, pero resultan especialmente claros en el universo de la música pop. La “mengua de la historicidad” tiene mucho que ver con la paranoia cósmico/nihilista del “aceleracionista” Nick Land y con la “discronía” casi satírica del mucho más amable Simon Reynolds, aunque los términos de su formulación sean más políticos y menos trascendentales en términos de eficacia. El nuevo tipo de angustia que aborda Realismo capitalista (Caja Negra, 2016, publicado originalmente en 2009) nace con el fin del consenso político-social de la segunda posguerra. Se ahonda no sòlo con la profunda alteración de los índices de progreso y desarrollo económico de la clase media (debida principalmente a la aplicación de las variantes económicas del thatcherismo), sino también con la eliminación de las condiciones sociales favorables al trabajo de creación intelectual que permitieron, hasta el inició de los años setenta, el sostenimiento de un ciclo de originalidad y experimentación irrepetible. El fracaso imaginativo de un presente en el que el público es reemplazado por el consumidor, la impotencia reflexiva de las nuevas generaciones y el pánico escénico y neuronal frente a la posibilidad de que ya nada nuevo pueda ocurrir no son preocupaciones originales de Fisher. Su ascendencia crítica incluye a los ya citados Derrida, Jameson y Berardi, pero también a Lacan, Deleuze, Žižek, Augé, Burroughs, Baudrillard, Kafka… y la lista podría extenderse mucho más. Pero el libro es efectivo y contundente, sus ejemplos se acomodan a sus ideas como los apuntes de un buen arreglador a una melodía que todos los que hemos pasado los cuarenta conocemos, y lo discutible de cada una de sus posiciones tiene el encanto de eso sobre lo que siempre es bueno volver a preguntarse.
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