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En La cura, el daño se repite como un bucle: “acá es donde empezó el deterioro, donde me di por vencida / y acepté que la fealdad o la tristeza / eran irreversibles”. Frente a la materia del trauma, la imaginación es el instrumento con que recomponemos y reparamos lo dañado, o el medio con que soltamos los hilos del aprendizaje de nuestra educación sentimental. La infancia es un caos que hay que acompañar: “La niñez es un temporal que pasa rápido, / y rápido hay que seguir la estela que dejó para no perderla”. La tarea para borrar el malestar laberíntico ocasionado desde afuera consiste en regresar a ese primer contacto con el mundo en que nuestra voz estaba intacta y sana.
La realidad fija una y otra vez las experiencias que demandarán una lectura atenta; estas hablan profundamente de la falta, dominada por diversas y confusas formas de los afectos. En este proceso es necesario reconocer la subversión de toda rigidez instintiva mediante la analogía con los minerales, los animales y los fenómenos cambiantes de la naturaleza con sus leyes imprevistas e intraducibles. “Hay quienes separan a los animales / en amigables y enemigos, entre los mansos / que se pueden llevar a casa y atar con una cuerda, / y los que hay que salir a buscar en sus guaridas / para matarlos antes de que ataquen”. Es lo que ocurre también con los seres humanos cuando se los clasifica entre los lastimados o los poderosos, como si la posibilidad de existir dependiera de la selección natural o de un orden biológico preexistente.
Para Claudia Masin lo que sucede en la escritura es una manifestación del modo en que concebimos los vínculos con los demás. Hay en juego herencias afectivas y relaciones de parentesco desde las que nos narramos: “Cada uno carga su familia como los mendigos sus bolsas raídas, / esas cosas que ya no sirven para nada, / pero no se pueden abandonar”. La familia no se reduce a un hecho biológico o a una suerte de comunidad sostenida sólo por los instintos. Es algo más complejo: son vínculos que se mantienen mediante el orden de los sentimientos y se inscriben en la experiencia de cada uno de nosotros como una atadura: “Hablo / de atarnos a detalles tan insignificantes que no serían jamás parte del drama y por eso mismo no podrían / convertirse en el hueso de tu infelicidad”. La voz de estos poemas parece estar aislada de la tradición familiar y busca enseñarnos una manera diferente de vivir en las correspondencias personales sin perder la singularidad.
Del mismo modo, si existe el daño, existe en consecuencia la reparación, y ni uno ni la otra pueden concebirse como contradictorios; antes bien, son como polos coexistentes y opuestos de una misma vivencia. Es lo que sucede con los movimientos del caracol: “decidiendo la forma en que vas a reparar / lo que está roto, a hacer funcionar / lo fallado”. O lo que se describe en las reflexiones del poema “Estanque”: “Para quienes fueron dañados, / todo lo que llega después del daño / es una gracia”. Como si el dañado hubiera sabido de antemano que todo aquello que el mundo, o la vida, al cabo rechazan se reúne en algún punto remoto o termina por regenerarse, como las ramas de los árboles.
Claudia Masin, La cura, Hilos Editora, 2016, 52 págs.
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