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Pablo Capanna aborda la figura y la obra de Tarkovski desde una triple perspectiva: en su ensayo el arte se mezcla con la religión y de allí pasa a la política en un juego de continuidades y paréntesis tan fluido como ilustrativo. La pregunta acerca de cómo iluminar ángulos y rincones de una vida sobre la que el propio autor dejó un testimonio bello y preciso a través de sus diarios personales está sabiamente precipitada en la pasión por la intimidad del legado. Capanna abre el juego a las sombras que Tarkovski cargó en sus espaldas con un sobrepeso espectral —casi todos los sentidos de su cine podrían caber en la figura del padre presente/ausente— y a las que van agregándose, con el correr de los años y el crecimiento como artista, relaciones de tono siempre conflictivo con el entorno y los pares. Acaso sea la fe cristiana de la tradición religiosa ortodoxa la clave última del dilema interior y espiritual que Tarkovski diferenció claramente en su obra de la mera traba política y coyuntural, lastre histórico y específico ya largamente documentado y estudiado que suele ubicarlo, quizás demasiado cómodamente, en el lugar del cineasta exiliado, traumatizado por cuestiones ajenas al arte, o en la inestable y filosa línea de frontera del disconforme y el transgresor, los que poco tienen que ver con un creador que casi nunca se propuso romper o desafiar el dogma ideológico como fin en sí mismo. Al momento de filmar La infancia de Iván (1962), Tarkovski ya conocía el cine que el deshielo post-estalinista había “liberado” (Buñuel, Bresson, Bergman, Kurosawa y hasta los norteamericanos Welles y Ford), circunstancia que obliga a separar la dimensión política de una búsqueda estrictamente estética guiada por el ideario romántico del siglo XIX (contra las expectativas maternas, Tarkovski no fue ni pianista, ni pintor, ni escultor, pero asimiló en su cine las relaciones entre esas disciplinas de una manera que tuvo pocos continuadores en la modernización que trajeron las “nuevas olas” de los años sesenta). Capanna menciona las dificultades burocráticas y el hostigamiento político cruzado —mientras el régimen soviético lo condenaba por su exaltación del individuo creativo frente al colectivismo marxista, buena parte de la izquierda intelectual europea lo hostigaba por “burgués y estetizante”— como fases alternantes de un martirologio (ilustrativo título de los diarios del director) que Tarkovski asume y procesa de las formas más inesperadas, como a la búsqueda de una gracia siempre pospuesta o cancelada, y que va de la ciencia ficción difusa y hermética de Solaris (1972) y Stalker (1979) hasta las elegías perfectamente acabadas de Nostalgia (1983) y El sacrificio (1986). Con un estilo austero, ligero pero penetrante, Capanna vuelve sobre las huellas de una vida plena de riesgos quietos y suertes cambiantes, consagrada al empeño por mostrar las cosas de un modo nuevo, siempre distintas a como, creemos, son en realidad.
Pablo Capanna, Andréi Tarkovski. El ícono y la pantalla, Letra Sudaca, 2016, 320 págs.
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