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Tres hermanos es una unidad integrada por relatos que enlaza una voz narradora femenina, a veces en primera persona y otras en tercera —cuyo enfoque toma mayor distancia—, que evoca la infancia en el campo familiar, en el límite entre Buenos Aires y La Pampa. Al igual que el epígrafe de José E. Pacheco, habla del daño que el tiempo le hace a todo y crea, con pocas palabras, un mundo fragilizado en el que, de una manera u otra, los personajes son “corderos”, víctimas de haber nacido humanos y estar destinados a llevar adelante sus vidas lo mejor que pueden. Ese es el hilo que teje y anuda los relatos, que también se leen de forma autónoma. El lector se desplaza por ellos y ese movimiento es al mismo tiempo vertical: cava en profundidad en el pequeño universo formado por la familia, los empleados rurales, los animales, los vecinos, el pueblo.
Es interesante la elección de la voz narradora, atenta a cómo se nombran las cosas, como si ese modo de nombrarlas pudiera rozar alguna percepción o discernimiento. Con idéntico gesto, accede a ese mundo sin juzgarlo y, aunque tiene ocasión, no cae en el limitado “niños ricos que lloran”. Propietarios, linyeras, animales, empleados rurales o domésticos mudan sus roles, son a la vez víctimas y victimarios y se alejan de las estigmatizaciones fáciles. La voz nostálgica, que descifra cuando evoca, transmite la certeza de que las respuestas, si existen, han quedado en el territorio de lo no dicho. No pretende enseñarnos, nos trata como lectores inteligentes: desde su horizonte, cada uno comprenderá, a su modo, los silencios del texto e interpretará que haya gente que mata ganado sin intención de carnearlo, por mera maldad, o que una niña no sea ajena a los intentos de suicidio de una mujer: el padre se apiada del marido de la mujer y la madre arrastra a la niña a visitar a la suicida para decirle que la entiende.
La falta de estridencias es también ideológica. En “Indios”, el lector distingue las huellas de la “conquista del desierto” a partir de rastros como puntas de flecha o “cabezas sin cuerpos ni sepultura” que aparecen en la laguna seca. Pero nada conduce a lo que verdaderamente sucedió con ese exterminio.
Los títulos también aportan sentido. En “Antes de llegar”, una niña recorre el campo en una pick-up con su padre y el hijo del administrador. En la casa de un puestero, se topa con la hija que los puesteros esconden, por rara, quien le enseña a hacer silencio y a conocer la realidad por sí misma, antes que los demás la contaminen.
Si bien el título Tres hermanos hace referencia a la narradora y sus dos hermanos (¿reminiscencia chejoviana?), el denominador común es la figura del padre. Y la escopeta Centauro del padre opera como símbolo de la violencia, manifiesta o tácita, que hay en todos. Con ella, el padre sacrifica al único perro que quiso cuando descubre que mata a las ovejas, con ella caza las palomas que son plaga y le promete a la niña que con ella hará desaparecer los monstruos de sus pesadillas. Es la misma escopeta que roba el hijo del casero cuando huye para pasar a la criminalidad.
Tres hermanos escapa a la definición genérica y se reafirma en su laconismo y falta de pretensiones, además de que puede leerse como una elegía al padre, un hombre real, con defectos y virtudes y añorado después de su muerte.
Esther Cross, Tres hermanos, Tusquets, 2016, 136 págs.
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