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Mel Gibson es un animal de cine (o, para algunos, “del” cine) con plena conciencia de ese mecanismo de supervivencia llamado “aprendizaje del miedo”. Cuando se puso por primera vez detrás de cámara, lo hizo con una película que pocos vieron y muchos menos recuerdan. En El hombre sin rostro (1993), Gibson se derritió la mitad de la cara para narrar el “adiestramiento” intelectual de un adolescente problemático a manos de un hombre con un pasado oscuro. La película sigue exhibiendo, aún hoy, una solidez narrativa envidiable, sigue teniendo un final conmovedor hasta las lágrimas, y funciona, todavía, como ensayo y anticipación de cierta determinación suicida: Gibson ya avisaba ahí que venía “en serio”, que no se había transformado en director para prolongar el éxito de su carrera como actor, y que las derivaciones que su filmografía podía tener a partir de entonces eran, en efecto, impredecibles. Braveheart (1995) fue, a su modo, una película engañosa. La fascinación generada por la fisicidad sangrienta de sus batallas encubrió la anticipación de la polémica carnicería de La Pasión de Cristo (2004), el deleite morboso por los cuerpos flagelados que ya estaba en el martirio final de William Wallace, aunque suavizado, todavía, por cierto criterio de comercialidad “oscarizable”. Gibson, se ha dicho, es ultraconservador, antisemita, alcohólico, golpeador y, según Wikipedia, adepto a una rama extrema y tradicionalista del catolicismo denominada “sedevacantismo”. Pero Gibson es, también, y ante todo, un hombre con muchos miedos, que a veces se traducen en furias: miedo al “otro”, a la incomprensión (artística), a parecerse demasiado, en la vida real, a algunas de las bestias salvajes que pueblan su imaginación. Su cine como director es uno de los más impresionantes análisis del miedo que alguien haya podido construir en el contexto de un cine contemporáneo que rehúye la negatividad como si de una peste se tratara, y el mérito es doble sólo por el hecho de haberse producido en el corazón de Hollywood. La personalidad cinematográfica de Gibson es tan potente y abrumadora que lo ha colocado en ese sitio de privilegio ―junto con Clint Eastwood, Jerry Lewis, John Wayne y algún otro― que corresponde a aquellos actores capaces de contagiar su autoría (en el sentido “cahierista” del término) incluso a aquellas películas en las que actúan pero que no dirigen; y si tienen dudas, échenles un vistazo a Revancha (1999), Señales (2002), Edge of Darkness (2010) o las más recientes ―y estupendas― Get the gringo (2012) y Bloodfather (2016). La brutalidad ritual de las películas de Gibson es una reacción catártica frente a la angustia atávica de un existir condicionado por la mirada divina, la congoja inherente a la secularización del alma. Porque Gibson es, ante todo, un creyente. Y si esa cosa impresionante que era Apocalypto (2006) no había querido, tampoco, disimular esa artesanía del desasosiego ―recuerden el final de esa cacería de más de dos horas de duración―, Hacksaw Ridge es ya, decididamente, un puro salto de fe. Aquí se narra la historia de Desmond Doss (el joven de la iglesia adventista del Séptimo Día que, aun siendo un objetor de conciencia, se transformó en uno de los mayores héroes de la Segunda Guerra Mundial) como un vía crucis de una honestidad intelectual apabullante, incluso molesta. La pena de Doss es la pena universal del Cristo crucificado, y para que no queden dudas, Gibson lo filma más de una vez “elevándose” hacia el cielo, bañado en una luz celestial, ofrecido reiteradas veces a un sacrificio que no llega. Que la primera hora de la película tenga escenas dignas de un telefilm de la difunta señal Hallmark o de La película de la semana, que solía presentar el inefable Alejandro Romay en el viejo Canal 9, es apenas un detalle. Hacksaw Ridge incluye en su segunda mitad la mejor y más extensa secuencia de guerra jamás filmada (un aquelarre de sangre, vísceras y fuego —mucho fuego— que reduce las escenas bélicas de Rescatando al soldado Ryan al nivel de un capítulo de Combate con Vic Morrow), aunque para Gibson esto siga siendo apenas un detalle y a él, en el fondo, le interesen más otras cuestiones vinculadas a la penitencia mística o a la revelación sufriente, tan legítimas como la cuestionable fe personal que articula casi todo lo que hace y cuenta. ¿Cómo se gana ese derecho a filmar lo que se quiera de la manera en que se quiera? Olvidándose del mundo, yendo para adelante, con un convencimiento autoral que, en sus mejores momentos, puede llegar a helar la sangre (y Hacksaw Ridge tiene y exhibe, orgullosa y brutal, varios de esos momentos) pero, sobre todo, con talento. Mucho talento.
Hacksaw Ridge (Estados Unidos y Australia, 2016), escrita por Robert Schenkkan y Andrew Knight, dirigida por Mel Gibson, 138 minutos.
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