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El cielo del Centauro

Hugo Santiago

CINE y TV

El cine de Hugo Santiago es fantástico (en el sentido fantastique del término) pero —como en los casos igualmente desconcertantes de Chris Marker o Alain Robbe-Grillet— su único efecto especial es el verosímil. Santiago ha logrado, con el correr de los años, borrar su lugar de origen en el mundo, moverlo de la posición lastimera del duelo e instalar allí la memoria de lo que ese lugar alguna vez supo, pudo o no quiso ser. Este gesto estoico y definitivo —coordenada de un enmarañamiento de orígenes tan diversos como el tango de vanguardia, el film noir, la fotonovela y el barroco criollo de boutique— supone una naturaleza difusa para sus imágenes y una cartografía mental móvil que depende de los afiches de la memoria individual. El cielo del Centauro no completa “oficialmente” una trilogía junto con los dos clásicos insoslayables de Santiago (Invasión y Las veredas de Saturno), pero se inscribe en la literalidad de su leyenda y entra y sale de sus volúmenes como parte del mismo teorema matemático/cinematográfico: disipar obviedades y generalidades para acentuar ideas concretas, marcar una posición ideológica para salir a tiempo de la queja nostálgica planteada “desde lejos” (geográficamente hablando) y politizar con imágenes para demoler el cenotafio tranquilizador de las conciencias. La nacionalidad es siempre un fallo de la memoria para Santiago, el objeto de una tensión colectiva desplazada entre los ejes del exilio y la ciencia ficción biográfica. Aquilea, esa Buenos Aires “paralela”, demandó en su momento una fe blanchotiana en la perspectiva y la distancia entendidas como sensación de espacio o —lo que es lo mismo— el consentimiento incrédulo en un pase de magia que burlaba la estética realista y ofrecía, en su lugar, una fe ardiente en el drama emotivo de una arquitectura falseada. En el terreno emocionalmente inestable del que ha mudado de patria, lo que queda es la complicidad entre la memoria cinéfila y las sensaciones trabadas en el pasado de un archivo histórico y sentimental cuyos negativos han desaparecido. En Las veredas de Saturno, imágenes documentales de la violencia política de los setenta redactaban el informe de situación de Aquilea, que no era Argentina pero se le parecía demasiado. Ambientada en 1986, la película volvía al golpe militar de la década anterior, así como en 1969 Invasión se permitía otro tipo de cronología caprichosa (la de 1957) para señalar el motivo exilio/resistencia como ensayo de una enfermedad infecciosa que, en el cine de Santiago, siempre se ensaña con el sistema nervioso del espacio y el tiempo. En El cielo del Centauro, el tilde geométrico característico del director impone nuevamente la presencia plena del paisaje urbano: un ingeniero francés baja del barco que llega a Buenos Aires para entregarle un paquete a un hombre llamado Víctor Zagros, amigo de su padre, y los espacios públicos y privados de esa búsqueda se nos vuelven a mostrar a través de una distorsión ceremoniosa del ritmo y la conciencia, que impregna ese mundo con la mirada decolorada del forastero y lo tornea con el déjà vu emocional del que ha regresado sin irse nunca del todo, fantasma cargado con una herencia que debe aprender a leer en el transcurso de unas pocas, no tan transparentes horas. Como los vanguardistas de ayer —que son los clásicos que nos quedan—, el cineasta fundamental que es Hugo Santiago (quien supo ser tan secreto como ahora imprescindible) agrega un nuevo nivel a su utopía manierista de precisa causalidad: retirarse hacia el centro de su propio misterio creador, metiendo un cine único entre los universos de Borges/Bioy y Saer (cofundadores de Aquilea), o lo que es lo mismo, apropiándose de una tradición sin tiempo ni fronteras por la que hacer correr el fluir mismo de toda una vida atrapada en vagos instantes de una intensidad cinematográfica abrumadora.

 

El cielo del Centauro (Argentina/Francia, 2015), guión de Hugo Santiago y Mariano Llinás, dirección de Hugo Santiago, 93 minutos.

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