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Hacer una película sobre fantasmas implica casi siempre echar mano a un manual de género de eficacia probada, ese que juega con las ansiedades de un espectador ávido por espiar en la pantalla —filtro sobrenatural, si los hay— el afuera del alma. Olivier Assayas empieza Personal Shopper con una escena digna de cualquiera de esas producciones de Hollywood recientes en las que alguien tiene que lidiar con lo no-muerto-del-todo: Maureen (Kristen Stewart) pasa la noche en un oscuro caserón habitado por el que probablemente sea el espíritu de su hermano recientemente fallecido. Está allí para tratar de comunicarse con él, porque Maureen, además de trabajar como “compradora personal” para una celebrity hosca y algo tiránica, es una médium, es decir, alguien con la capacidad de acceder al “más allá”.
Al margen de su eficacia como proveedora de un sobresalto bien construido en términos dramáticos, la secuencia completa cumple la función de introducir al espectador en el verdadero sentido de toda la película que le sigue, esto es, la elaboración de un duelo. A partir de allí, Personal Shopper se mueve en el azar de un nivel crítico de espanto social solapado entre apariencias chic, a la misma altura de esas películas de Assayas que ya casi han formado una teoría cinética en sí mismas, interrogando el espacio fragmentado de la modernidad desde una subjetividad siempre afectada por la distorsión inherente a los filtros y los dispositivos de la nueva era. La proliferación de redes y pantallas en Demonlover (2002), los flujos de información económico-psíquica en Boarding Gate (2007), el teatro hipertecnificado de Clouds of Sils Maria (2014) y ahora los smartphones capaces de comunicar no se sabe muy bien con qué son los catalizadores de un sufrimiento mental originado en la demasía de una totalidad exterior a la que los personajes sólo ingresan mediatizados por una tecnología que, película a película, va volviéndose cada vez más ominosa en su capacidad de aislar a los individuos para dejarlos a merced de sus fobias, sus miedos y sus debilidades. Para las coordenadas del cine contemporáneo, todavía indeciso entre conservar los modos de representación institucional que alguna vez lo transformaron en una forma de arte masiva o ceder por completo ante la hibridación narrativa de la cultura del videojuego, la obra de Assayas es un escape sentimental trazado en el modelo todavía vivo del presente. Maureen es, probablemente, el personaje más solitario y trastornado que Assayas haya creado hasta hoy, una muñeca frágil y atormentada, destinada a vivir la precariedad de la vida de otro —notable, hermosísima esa escena en la que se prueba la ropa de su jefa— y a sufrir la raíz supersticiosa de la propia, en algo que se parece mucho a un enloquecimiento tramitado como la compra de un pasaje hacia un país de sombras. Tiene la personalidad de las tempranas heroínas de la nouvelle vague y la tristeza aséptica y moderna, inevitablemente cool, de las chicas-maravilla de Wong Kar-Wai, otro náufrago del neón y el diseño con el que Assayas tiene más de una característica en común. Y en el ida y vuelta entre los lugares gastados de la fantasmagoría de aeropuerto y esa visión complotada de la realidad que lo transforma en uno de los pocos profetas contemporáneos del cine, Assayas filma la única forma de terror posible en un orden saturado de signos, perspectivas y citas, porque Personal Shopper es, antes que un intento de excursión al mundo de los muertos, un relato sobre la soledad de los vivos.
Personal Shopper (Francia/Alemania, 2016), guión y dirección de Olivier Assayas, 105 minutos.
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