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Lo primero que llama la atención de Ártico, el último libro de Mike Wilson, es su forma. Su disposición en la página no comporta una escansión en versos, pero tampoco podría decirse que es mera prosa cortada, sino que cultiva otro modo de verticalidad, anunciado en el subtítulo: “Una lista”. Enumeración, inventario, detalle, en los que la épica y la lírica encuentran lugar, como lo hacían en aquella suerte de glosario que constituyó Leñador (2016), la novela anterior de Wilson.
Vistiendo un traje de Papá Noel harapiento, el protagonista de Ártico persigue, como una estrella de Belén extinguida, el rastro de una relación amorosa. La narración de su peregrinaje errático a través de una ciudad fría, blanquísima, casi vacía, siguiendo el rastro imposible de un recuerdo, está regada con una imaginación poética que avizora lo sensible como pura actualidad. Antes que en el tiempo, la narración de Wilson tiene espesura en el espacio. Un zoológico abandonado con una vuelta al mundo que sigue girando por inercia, la ondulación de las calles desiertas, la presencia opaca del océano como fondo o límite de lo narrable, componen un mundo que, si no fuera por la caída perentoria de la nieve, parecería no tener gravedad. El protagonista camina, se cae, se levanta, duerme, rueda y se vuelve a caer, entregado a su deriva con un abandono al que sólo opone el designio de ir “Hacia la orilla de la ciudad / A tu barrio / En busca de tu casa / De ti”. Embotado en un tiempo refractario y un espacio diferido, su desplazamiento es interrumpido por instantes de prístina apercepción: “Ahora / Me hago consciente / Del presente / Como nunca antes / De un momento / Cristalino”.
Se impone, en el universo de Ártico, una inadecuación generalizada. Los animales de utilería que decoran las jaulas vacías no corresponden al hábitat que suponen ilustrar. El disfraz de Papá Noel que se calza el protagonista excede su talle, mientras que el uniforme del guardia del zoológico (antagonista abstracto que lo persigue con un automatismo de personaje de videojuego) resulta demasiado estrecho. Desajustes que incluyen las proporciones urbanas: “Tanta ciudad / Para tan pocos habitantes”. Wilson describe un “mundo exangüe”, de reminiscencias postapocalípticas y calles semivacías en las que no faltan remolinos de viento, ráfagas heladas, nieve, hojarasca. “Nos espera / El desenlace inevitable / Cuando ya no caiga fuego / Del cielo / Y dejemos de correr / En un planeta muerto”. Entre las múltiples tonalidades del blanco (las nubes “se emblanquecen”, la calle “empalidece”, los huesos “se escarchan”) irrumpe un manchón: el rojo de la Navidad y de la sangre. “Soy una catástrofe navideña”, dice el protagonista, con un humor lacerado.
Además de una cita de Cormac McCarthy (en sintonía con el imaginario de fin del mundo), el libro lleva como epígrafe unos versos de la canción navideña “Santa Claus Is Coming to Town”, del letrista Haven Gillespie, que aluden a la lista que confecciona Papá Noel. En el caso del Santa Claus adulterado que protagoniza Ártico, la lista es un modo de tomar registro del caos sensible, darle un orden, esbozar una serie. Anotar, atestar una experiencia difusa, como cuando escribe con el dedo sobre una vidriera empañada: “No sé por qué / Escribo / Lo que escribo / A través de las letras / Veo el interior / Con más claridad”. El frío lo despierta, a la vez que lo adormece. El frío, dice la camarera de un bar en el que entra a tomar un café con medialunas, “Es Dios”, “Es el Alfa / Y el Omega”. En esta perspectiva gélida, de mundo sepultado por la nieve, el calor sólo podrá surgir de un interior expuesto, a condición de que sea terminal.
Mike Wilson, Ártico, Fiordo, 2017, 96 págs.
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