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Históricamente, el género del diario adquirió la calificación de “íntimo” debido a cierto carácter no decididamente secreto, pero sí al menos suspensivo: se escribía durante cierto tiempo, meses, años, toda una vida, y después, a veces póstumamente, casi siempre tardíamente, se publicaba la colección de tantos días. En El tiempo de la convalecencia, de Alberto Giordano, tal distancia se reduce al mínimo, si es que no se pulveriza por la publicación previa a la composición del libro. Muchas entradas se publicaron en Facebook en la cuenta del autor durante los tres años que fechan esas notas, quizás no todas las del libro y quizás falten algunas que sólo tuvieron la existencia comentada y pasajera de la red social. Pero lo que importa es que se pusieron allí, a la vista de muchos, para probar su consistencia. Se trata, sin embargo, más allá de las opiniones literarias y hasta de las teorías y las reflexiones sobre la escritura que no están ausentes, de un diario personal, al que también cabría llamar “íntimo”, aunque no en el sentido de lo que se guarda, apartado del exterior, sino en la acepción de una cercanía “espiritual” con el sujeto que escribe.
Me permito otra palabra antigua, cuando lo íntimo y el espíritu parecen cosas del pasado, porque entre los modelos de escritura de Giordano están ciertos moralistas e ironistas franceses, aficionados al mot d’esprit. El juego entre la red y el libro, que por momentos se vuelve un tema, indica también esa posibilidad de la ironía que nos lleva directamente al círculo íntimo del ensayista que ha suspendido su posición crítica para pensar en la vida, volviendo así al iniciador de todos los géneros subjetivos: Montaigne. Lo crucial y lo que torna amable incluso la tentativa de una moral para enfrentar la existencia cotidiana es que los giros irónicos corren muchas veces a cuenta de otros, cuyos humores no escritos merecen la anotación que los salva del tiempo que pasa. La hija adolescente, ante la invitación a una charla sobre el ensayo que el diarista debe impartir y en la que podría saber a qué se dedica el padre, declina el convite diciendo: “Prefiero mantener el misterio”. El padre del escritor extiende fantásticamente su ingenio y hace un chiste posible, imaginable, después de muerto. Amigos ocurrentes, un psicoanalista que permitió la risa luego de la angustia. La esposa que deslumbra al autor y que parece sonreír ante las peripecias del profesor que escribe.
En fin, en ese círculo de intimidad, al que se suman lecturas, viajes, conversaciones intelectuales y hasta recomendaciones de canciones pop y de viejas telenovelas, se entrevé un ámbito de felicidad al que corresponde una escritura feliz, donde la ironía se comparte y no socava la fluidez del estilo. Cada entrada tiene un guiño debajo de su fecha en forma de títulos o etiquetas, cuya enumeración podría ser la mejor reseña y el más claro señalamiento de una convalecencia que, como se pensó desde Baudelaire hasta Onetti, implica una sobreinvestidura de la atención. Tal vez en eso consista llevar o imaginar que se lleva un diario: la intensificación de lo que se vive.
Una última observación merece el título entonces. Por momentos, casi como si fuera un tema de novela, se menciona el tiempo de la enfermedad, que no se define sino negativamente. Se trataría de una falta, un desapego, incluso una tristeza que antes del diario, en tiempos de análisis personales que no se escribían, impedían hacer ciertas cosas, cumplir con obligaciones que no por banales habrían dejado de generar sentimientos de culpa. El diario de Giordano es por lo tanto una bitácora de la alegría, un muestrario de receptividad y de atención recobradas que devuelven los libros a la vida. Pero además cumple con viejas promesas que el estudioso del ensayo como género le había hecho a la tarea de escribir crítica: ser literatura tout court.
Alberto Giordano, El tiempo de la convalecencia, Iván Rosado, 2017, 288 págs.
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