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¡Párense derecho!

Eduardo Ainbinder

LITERATURA ARGENTINA

Para Eduardo Ainbinder los objetos de la casa tienen una voz: las sillas, las puertas, las lámparas, la mesa de trabajo configuran un microcosmos que se transforma en un mecanismo sentimental con el cual el poeta decide habitar el mundo.

Hay un registro narrativo en sus poemas que por momentos adquiere un tono fantástico parecido a un cuento de hadas. Es lo que ocurre en “Érase un señor”: “que mientras indefectiblemente / se dirigía a un horizonte / de iluminaciones negativas, repetía para sí / : ‘El mayor tesoro que posee un hombre es agradar’ / ‘El mayor tesoro que posee un hombre es agradar’”. O en “Había un anciano”: “En una caminata por suelo lunar / en los bajos fondos o en las altas esferas / en inhabitables salas de espera, / en una cruzada contra el facilismo / o en una interminable velada de los incautos: / no sabía dónde, dónde / había extraviado su vida. / Buscaba y más buscaba / y el lugar no encontraba”. Las rimas articulan casi una canción, en un juego de repeticiones con que Ainbinder aborda el corazón de la experiencia diaria como una duda, o una pregunta, que no se puede resolver por completo.

En el poema “El grafómano” se enuncia un diálogo entre la figura del letrado y voces ágrafas que gravitan mudas en el vacío: “El señor no escribe más. / Aunque es inútil, las inanimadas cosas / buscan siempre un par de oídos / para vocear sus reivindicaciones: ‘Somos ágrafas, escribe sobre nosotras, / cuenta la historia de nuestras vidas. / Estamos dispuestas a colaborar’”. ¿Será tal vez la tarea del poeta recubrir de significación, como en un conjuro quizá, los espacios y los objetos que nos rodean? Hay un planteo metafísico con respecto a la relación que existe entre la lengua y el mundo, y el lenguaje y la experiencia: las cosas comienzan a hablar y a reclamar ser escuchadas sin que por ello el poema caiga en una suerte de estética objetivista.

Diríamos más bien que, una épica diminuta de lo cotidiano, el poeta decide situarse en contra de cualquier forma de cosificación de lo vivible, mientras señala y multiplica las historias y los relatos que se integraron a nuestra imaginación como un rumor: “Aquí, en el inframundo, / se forman parejas increíbles, / las inmundas para los inmundos / están siempre disponibles, / más de un cuento hay / con cucos y cuquillos, / a mamá coneja se le escapan / conejos con colmillos, / y así, todo es reunión de fealdades. / No hay más posibilidades”. Un rumor que puede transformarse en un cuento de terror o en una realidad absurdamente cruel por más que se pueda aprender y recitar con rimas como en una canción infantil.

Las leyes de la materia son oscuras e intraducibles y en el interior de la materia misma están las instrucciones para la destrucción del universo tal como lo conocemos. La pregunta aquí es quién sería capaz de leerlas o de comprenderlas. El poeta es el mismo grafómano que responde con cierta empatía a las exigencia de las cosas inanimadas de revelar sus secretos más íntimos: “si huye de lo inanimado / y se refugia en el bosque, hasta las hadas / y los gnomos le piden un cuento infantil, / otros, una urgente reseña / sobre un poeta senil le reclaman / si se acuesta en el banco / de un parque y con diarios se tapa”. De modo que la tarea de la escritura quizá consista en registrar lo que escapa a los límites del lenguaje; es decir, en recuperar la voz muda, la grafía invisible de los objetos, y proponer sentidos allí donde pareciera que no existe absolutamente nada.

 

Eduardo Ainbinder, ¡Parénse derecho!, Gog y Magog, 2015, 36 págs.

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