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Uno de los aportes más interesantes del teatro posdramático a la escena contemporánea ha sido incorporar a la familia en las creaciones. En La historia de Ronald el payaso de McDonald’s, la obra maestra de Rodrigo García, el intérprete Juan Navarro invita a su mujer y a sus hijos (de menos de diez años) al escenario, desde donde son aleccionados sobre la perversión de los dibujos animados gringos mientras comparten una bolsa de papas fritas con el resto del elenco. En Testament, una inolvidable relectura del Rey Lear, tres padres (de más de setenta años) se desnudan, física y mentalmente, al lado de sus hijas actrices, las responsables del colectivo alemán She She Pop, quienes con su propuesta llevan al límite las relaciones entre lo joven y lo viejo, los clásicos y el arte contemporáneo, la tecnología y la piel. En Mi mamá y mi tía, Vivi Tellas buscaba la teatralidad en sus recuerdos familiares acompañada de su madre y su tía. Y podría seguir con más ejemplos…
En una vuelta de tuerca al género, si puede considerarse como tal, Lola Arias pone a una actriz a interpretar a su madre y al mismo tiempo la confronta con la madre real, mediante grabaciones caseras con las cuales la actriz interactúa, haciendo playback sobre su voz. ¿Cuál “actúa” mejor?, nos preguntamos para olvidarlo al rato, cuando nos damos cuenta de que puede ser cualquier madre –¿mi madre?–, una madre sensible que se deprime después de un golpe de Estado que cambia su país para siempre. ¿Quién conoce realmente a su madre? Es otro interrogante que flota durante la representación, o mejor presentación, de este dolor ajeno que sentimos como propio y que casi nos “obliga”, como espectadores, una vez terminada la experiencia, a salir corriendo a llamar a casa y preguntar si todo va bien.
“Teatro documental” es la etiqueta con la que Arias se siente cómoda, quizás porque le permite jugar con géneros, músicas e imágenes sin perder el control del espectáculo, transmitiendo emociones que raramente consigue el teatro de “ficción”, aunque esta sea contemporánea. Es un teatro que interpela a sus contemporáneos, un teatro que emociona, no porque se base en hechos reales sino porque destila autenticidad, saca a la luz verdades ocultas entre tanta frivolidad reinante. Verdades como que la mayoría de la población de las grandes urbes subsiste enganchada a los antidepresivos, drogas legales que ningún zar se atreve a cuestionar, tal vez porque es una manera de anestesiar al rebaño, de impedir la revuelta social. Verdades como que el teatro no necesita ser burocrático ni entretenido ni museográfico. El teatro debe emocionar. Tan simple y tan difícil.
Melancolía y manifestaciones, dramaturgia y dirección de Lola Arias, Centro Cultural San Martín, Buenos Aires.
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