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En el prólogo a la colección de ciento setenta y cuatro fotografías de mujeres que Annie Leibovitz reunió en 1999, Mujeres, Susan Sontag resumía una de las grandes paradojas de la batalla feminista por la igualdad de género con una pregunta solapadamente irónica: ¿a quién podría ocurrírsele componer un libro así bajo el título de Hombres? ¿Qué interés tendría señalar, argumentaba, que existen hombres mineros, astronautas, granjeros o corredores de bolsa?
Veinte años más tarde las diferencias entre mujeres y hombres persisten pero, aun así, ¿conviene perseverar en señalar ya no a las mujeres mineras, astronautas, granjeras o corredoras de bolsa sino, también, a las escritoras? ¿Cabe discriminar por género a los personajes de sus libros? ¿Por qué, por ejemplo, presentar el primer libro de Magalí Etchebarne como un libro de cuentos “sobre mujeres”? ¿A quién se le ocurriría presentar los cuentos de Hemingway, Borges o Bolaño, en los que sobreabundan personajes masculinos, como libros de cuentos “sobre hombres”? El subrayado insistente del género que reúne a las escritoras (más redituable ahora, se diría, en el marketing editorial y en los medios) amenaza opacar las peculiaridades literarias que las distinguen en pie de igualdad con los escritores.
Antes que por el género de la autora o de los personajes, si vamos al caso, los primeros cuentos de Etchebarne sorprenden por la naturalidad con que captan sentimientos contradictorios y lazos difusos entre hombre y mujeres —padres, hijos, novios, ex novios, maridos o amantes—, sin que los moldes más o menos rígidos del cuento acaben por sofocarlos. Por obra de un formalismo sutil —desafectado— los límites del relato breve se extienden para adecuarse a los impulsos lábiles que mueven a los personajes. Porque más que en las historias mínimas, a menudo dobles, que se traman durante unas vacaciones familiares en las sierras, en el día a día de una madre primeriza o en un reencuentro amoroso, la mirada parece detenerse en el aire que las rodea. Esa fidelidad atmosférica no deriva, sin embargo, en falta de consistencia; Etchebarne sorprende también por la observación precisa del detalle y el gesto elocuente, la sensibilidad poética para afinar el foco y la reflexión leve pero conmovedoramente honda. Al final del día entero atendiendo a su bebé, la madre primeriza “siente que se arrastró diez kilómetros por la arena como un paracaidista enredado”; un verano juvenil se recuerda “fluorescente” con la luz y los colores saturados de mallas, zapatillas y remeras (una en particular, dice la narradora, “me hacía sentir ruidosa, llamativa, viajada y loca”); un conejo puede ser “hermoso y blando, esponjoso hasta la rabia”, y un novio se delata enamorado porque, esperando el colectivo, le acomoda el pelo detrás de las orejas a la novia.
Pero Etchebarne sorprende sobre todo cuando la historia, la atmósfera que la envuelve, la observación y la reflexión fluyen con el mismo aliento, como si las vacaciones, la infidelidad o el dolor de una madre enferma se contaran solos, e incluso el sexo, que casi nunca se libra de impostaciones o eufemismos, encontrara una traducción más transparente. La convicción, también sorprendente para un primer libro, se resume en el pulso firme de algunos comienzos: “Las mujeres de esta familia no engendran a sus hijos, se los traen de lugares” (“Como animales”); “Cuando baja de la sala de operaciones, es otra madre. Está aterrada y es anciana para siempre” (“Cosita preciosa”). Los primeros cuentos, con todo, brillan más que los últimos que, según se dice en alguna reseña, fueron en realidad los primeros. Si es efectivamente así, Etchebarne fue ganando en imaginación narrativa, soltura y gracia con el tiempo y ya esperamos los próximos.
Magalí Etchebarne, Los mejores días, Tenemos las Máquinas, 2017, 110 págs.
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