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The Disaster Artist

James Franco

CINE y TV

Está claro que James Franco tiene una fascinación border por los desclasados, por lo suprimido, por lo marginal en sus diversas posibilidades. En Interior. Leather Bar (2013) había intentado medirse con Cruising (1980), el clásico de William Friedkin, a la búsqueda de sus míticos “minutos faltantes”, esos que, se dice, mostraban todo el sexo gay y hardcore que había quedado afuera de las (muchas) versiones circulantes. El resultado fue un fiasco, una especie de muestreo carnavalesco del imaginario más pobre sobre la cuestión, entre otras cosas, gracias a la chatura de la visión de Franco, que atribuía la supuesta eliminación del supuesto material a una cuestión de probable impacto en el “gusto” social y no al contexto histórico y político del cine norteamericano de finales de los setenta, cuando el Vengador Anónimo de Charles Bronson y el Dirty Harry de Clint Eastwood andaban haciendo de las suyas.

En The Disaster Artist, Franco vuelve a esa veta lateral del cine, a esa alcantarilla por la que desfilan fracasados, “vendedores de humo” y falsos influyentes. El problema es que se ocupa de una película horrible de la que casi nadie se acuerda, y de una personalidad a la que el único atractivo que le cabe es el de la pedantería en su vertiente más injustificada. Dígámoslo, entonces, desde el principio: Tommy Wiseau no es Ed Wood, y The Room (2007) no es Plan 9 from Outer Space (1959). Wood era un ingenuo adorable; Wiseau, un misántropo abocado a la construcción de un mito personal sin fundamentos. Plan 9 era una pavada precaria que hablaba más de su gente y su época que de su propio director, puesto por la historia del cine en un lugar que está más cerca de la misericordia que del empaque kitsch; The Room fue —y es, aún hoy— un despropósito invisible e insoportable, que ni siquiera habla de su sociedad o su época porque está demasiado ocupada girando alrededor de alguien que desprecia el mundo del cine porque, entre otras cosas, es incapaz de entender cómo funciona. Pero lo más importante es que James Franco no es Tim Burton (Ed Wood es uno de los puntos más altos de una filmografía que no volvió a ser la misma después de Sleepy Hollow, hace ya demasiado tiempo), y ni siquiera puede aspirar a ser el siempre efectivo Frank Oz de Bowfinger (1999) —esa otra pequeña y ocasionalmente graciosa película sobre los desplazados de Hollywood—, sobre todo porque es absolutamente incapaz de volver estéticamente atractivo algo que nunca lo fue. Aclaración importante: no se trata de adornar, sino de entender; no se trata de entronizar, sino de preguntarse por la razón de ser de algo o alguien. Rendir culto a un megalómano inepto en una época en la que el cine se está reduciendo a la crónica glamorosa de su propia decadencia (no significa otra cosa el reemplazo de la sustancia cinematográfica por el relato en tiempo real de su desarrollo técnico, vía anteojos 3D, butacas que vibran y otros artilugios distractivos) es un acto de arrogancia basado en la lesa exaltación de un ego que no tiene en qué fundamentarse y, en ese sentido, Franco tiene mucho en común con Tommy Wiseau: ambos son pésimos actores y peores directores.

 

The Disaster Artist (EEUU, 2017), guión de Scott Neustadter y Michael H. Weber a partir de The Disaster Artist: My Life inside The Room, de Greg Sestero y Tom Bissell; dirección de James Franco, 104 minutos.

15 Feb, 2018
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