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Seguramente muchos de los que leímos con entusiasmo los cuentos de 76 (2007) y la novela Los topos (2008), los dos primeros libros de Félix Bruzzone, nos hicimos esta pregunta incómoda: ¿sobre qué va a escribir cuando deje de lado eso que otra escritora hija de desaparecidos llama “el temita”? ¿Cuánto de la potencia de estos dos primeros libros era tributario de su tema y de que Bruzzone escribiera a partir de una experiencia personal tan singular y conmovedora, y se diluiría cuando el autor abordara una temática distinta, o bien se automatizaría en la repetición de lo mismo? La respuesta llegó en 2010 con Barrefondo, su segunda novela (llevada al cine recientemente) y no hizo sino acrecentar la incomodidad: porque lo que descubrimos es que, cuando no escribe sobre su experiencia como hijo de desaparecidos, Bruzzone escribe sobre su experiencia como limpiador de piletas en Don Torcuato, un barrio residencial de la zona norte de Buenos Aires. Hay un corte —Bruzzone abandona la temática del hijo de desaparecidos, omnipresente en sus ficciones anteriores—, pero también hay continuidad —Bruzzone sigue escribiendo a partir de su propia vida y siempre sobrevuela la sensación de que el protagonista de sus relatos podría ser “él mismo”—. Pero el desplazamiento de un tema a otro, que se justificaría un tanto ingenuamente en la referencia a la vida del autor, no deja de introducir una contigüidad inquietante. Porque nadie sabe cuál es el resultado de esa cuenta imposible que suma piletas y desaparecidos, pero su sola formulación deja al descubierto que hay algo siniestro en ese universo silencioso de superficies cristalinas en el que las clases pudientes refrescan sus veranos. Que las piletas pueden volverse siniestras ya lo sabía cualquiera que hubiese leído “El nadador”, ese cuento genial de John Cheever en el que Ned Merrill, un tipo de clase alta de la costa este norteamericana se propone recorrer su barrio a nado, de pileta en pileta, para regresar al final del periplo a su hogar, como Ulises, y encontrarlo en ruinas. Sólo que en Barrefondo, y ahora en Piletas, una especie de diario compuesto por breves crónicas del trabajo de piletero, la perspectiva no es la del propietario sino la del que ingresa en esas casas para hacer el “trabajo sucio” que sostiene esos paraísos artificiales. “De chico me bañaba en piletas verdes y ahora todos las quieren cristalinas. La transparencia no es garantía de nada. Es un barniz”. “Nunca el agua de las piletas es agua. Es una solución de agua y químicos. Es una solución para el verano ardiente. Es una solución para mí, que soy piletero. Una solución final”.
Mientras Barrefondo ahondaba en el costado siniestro de ese mundo, introduciendo la sombra de un crimen y llevando la novela hacia los terrenos del policial, en Piletas el registro de la cotidianeidad del piletero, sin dejar de lado ese “resentimiento profundo” propio de quienes son “mucamas del agua sin cargas sociales”, se permite momentos de un lirismo inesperado y frágil. Félix debe lidiar con los efectos devastadores del sol y el cloro, y con los desplantes de clienta sirena rubia, clienta Waldorf y otros personajes entre pintorescos y patéticos, pero eso no le impide abrirse al acontecimiento de una conversación con el agua, con el perro o con la ojota abandonada, ni vivir, en tiempos poco propicios, una conmovedora comunión con El Hombre del Fernet.
Félix Bruzzone, Piletas, Editorial Excursiones, 2017, 148 págs.
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