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En La ilusión de los mamíferos, la nueva, hermosísima, novela de Julián López, hay una pareja de hombres. Del lado del narrador que ama, además, hay un padre en un geriátrico y el recuerdo de una abuela. Del lado del amante narrado, una esposa e hijos. Hay todo lo que los une a ellos dos; hay una separación; hay un viaje de Buenos Aires a Berlín. Pero, en lugar de hilar una trama, la novela se afianza en estos pilotes en torno de los cuales ocurre algo mucho más importante: una escritura que ama todo lo que toca.
La ilusión de los mamíferos es un libro que escribe los domingos: los domingos como el día de encuentro de los amantes, pero también como centros de gravedad en los que el tiempo se acumula y se traga a sí mismo. “Algunos domingos amanecían lluviosos, o llenos de una bruma húmeda y opaca. Eran jornadas de una belleza que me costaba el doble: un rato largo de entender a qué me despertaba. ¿Hay que vivir?”.
La novela de López es también escritura sobre el pasado. O, más bien, sobre esos detalles que vivimos en el presente y sabemos que en el futuro se van a convertir en monolitos de recuerdo. El bucle temporal del texto hacia el pasado está también en su estructura interna: se enuncia una acción, “Salimos a caminar”, y a partir de ahí la escritura explota en fluorescencias sobre por qué caminar, sobre el aburrimiento, sobre el otro. Más adelante, la acción vuelve a enunciarse: “Salimos a caminar”, y la lógica se repite. Es que la novela de López esconde muchas dimensiones de pasado, así como dentro de los átomos se faceta el tiempo.
La ilusión de los mamíferos es también, y quizás sobre todo, una novela sobre el amor y con el amor. Sobre el amor de corte socrático, ese que vive en el que ama y no en el amado. Sobre el amor como soledad, o lo contrario también: como la compañía esporádica de los cuerpos. Sobre el amor familiar: una abuela se desata el pelo; un padre repite los nombres de las cosas como forma de resistencia. Y, finalmente, esta novela narra el amor como una atmósfera, un clima expansivo que se pega a los ojos del narrador como un modo de ver: “el otro como una idea que basta para hacer frente al frío”.
Ocurre también, como le hubiera gustado a Roland Barthes, una distribución gramatical del amor. En la novela, amarse es una acción que parte de la primera persona del narrador-amante y llega a la segunda con que cuenta al amado; incluso llega a la tercera, para narrar a los de afuera, y culmina en un nosotros que, además de ser de los enamorados, se vuelve humano o mamífero: “¿Nosotros para qué nos encontramos?”.
Así, el amor es una forma de escritura, la misma que López ya había investigado en Una muchacha muy bella (2013). Amar las cosas escribiéndolas: las copas de vino, los panes con buena costra, las camperas que pasan de cuerpo a cuerpo. Amar lo que existe al escribirlo. López no teme escribir sobre la humanidad, sobre la desesperación y el silencio; tampoco sobre las pijas que acaban a la vez, o los cuellos que se tocan, o las bocas que se abren y se tragan. Para esta novela, todo queda unido en una misma, amorosa, existencia de escritura.
Julián López, La ilusión de los mamíferos, Random House, 2018, 176 págs.
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