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La presencia (anómala) y el éxito (inesperado) de Get Out en el panorama actual del cine norteamericano confirma que existen dos maneras de saltar el alambrado ideológico de Hollywood, ese sistema newtoniano por excelencia capaz de resistir —y hasta de demandar— cierto grado de conflicto interior en su necesidad por permanecer cohesionado. La primera es introducir en él artefactos tan amables y biempensantes como obvios e inofensivos, que diagnostiquen las fallas de nuestra época pero las hagan perceptibles sólo a través del mecanismo didáctico y enciclopédico de la acumulación. La forma del agua, con su catálogo de “otredades” (ver nota de Laura Pardo al respecto) bien empaquetadas y servidas y su lógica de comunión pasteurizada por el diseño visual, es fiel representante de esta tendencia. No hay nada interesante en ese tipo de folletos saturados por la corrección política, que en el caso de la película de Guillermo del Toro ostenta, incluso, la hipocresía de inscribirse en el pasado sin por eso asumirse como lo que es: una película vieja.
La segunda posibilidad es mucho más interesante. Get Out no pretende infiltrar el sistema sino sabotearlo, dos acepciones posibles de la única intención que las hermana: obligar al espectador a abrir los ojos con la misma desesperación que su hipnotizado protagonista. Chris (negro) acepta la invitación para pasar un fin de semana en casa de los padres de su novia Rose (blanca), y desde el principio la oferta está condicionada por una tensión racial que se advierte, incluso, en la intimidad de la pareja. Que la residencia familiar luzca como una plantación de la época de la esclavitud, que la amabilidad y la inclinación “afroamericanas” de los padres de Rose (magnífica Catherine Keener) se intuyan desde el principio plagadas de secretos e impostaciones, y que el personal de servicio del lugar (todos negros) se comporten de una manera siniestra que combina la sumisión con la hostilidad no es, sin embargo, lo único que activa las alarmas del espectador. Jordan Peele viene de la televisión y su sentido del timing está tan afilado como para permitirse advertencias “lyncheanas” —el ciervo en la carretera— y vaivenes de sátira social —la escena del “bingo”— antes de dar vuelta la página hacia una película de terror puro en la que se combinan con euforia étnica tanto los residuos del horror blaxploitation (que lo hubo, aunque casi nadie se acuerde ya de cosas como Abby, de William Girdler) con estallidos de racismo invertido que no se veían desde los tiempos del primer Spike Lee. Allí es donde la habilidad cinematográfica de Peele se revela como extraordinaria, al permitir que las convenciones del género dominen la puesta en escena —con una derivación antológica hacia la vertiente de “científicos locos”—, sin perder jamás la demencia política que motoriza toda la película. La incomodidad que genera Get Out tiene, entonces, tanto que ver con sus burbujeantes derivaciones gore y lo cerrado y asfixiante de su construcción dramática como con su perfecta autoconciencia cultural, su desfachatado orgullo por acercarse al límite —a cualquier límite— y su pretensión insaciable de sacudir imaginarios sociales con una delicadeza aprendida en el cine de George A. Romero. Todo eso la transforma en una de las más originales películas de terror de los últimos tiempos, colada por milagro en una entrega de Oscars en la que nadie supo muy bien qué hacer con ella.
Get Out (EEUU, 2017), guión y dirección de Jordan Peele, 104 minutos.
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