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Hay una operación que se repite en Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina: Graciela Batticuore presenta una escena de lectura (literaria, pictórica o cinematográfica) y la interroga. De esta manera, el libro conforma un archivo de imágenes y textos ordenado según “tres tipologías femeninas” derivadas de una figura decimonónica que le da argumento al minucioso volumen: la mujer lectora. Son, entonces, la lectora de periódicos, la de cartas y la de novelas las tres variantes a partir de las cuales la autora se pregunta por la relación entre los imaginarios de esa figura y las prácticas letradas que ejercieron las mujeres a lo largo del siglo XIX y en algunos momentos del siglo XX, en particular cuando Amalia, de José Mármol, ingresa en el cine.
En el capítulo dedicado a la lectora de novelas, Batticuore destaca un detalle en la escena de lectura que separa las dos versiones cinematográficas de Amalia (1914 y 1936). Ya no es Eduardo quien lee y traduce para Amalia un poema de Byron en 1936; ahora se invierten los códigos de la representación y es ella quien lee para él, en este caso, un fragmento de la mismísima novela de Mármol. De la poesía a la novela y del lector a la lectora, la figura clave para entender este y otros desplazamientos es, como advirtió Batticuore en estudios previos, la heroína romántica y el estado de ensoñación o bovarismo en el que vive, es decir, la ilusión de realidad de la ficción que lee en tanto marca de lo que le falta, diría Ricardo Piglia. La mujer lectora es, desde este paradigma, la mujer que sueña con ser objeto de una ficción donde otra mujer lee deseando ser, a la vez, objeto de una ficción, y así hasta el infinito (y más allá).
En una carta publicada por El Observador en 1816, una “lectora de periódicos” sugiere que el debate sobre la mujer y su instrucción encubre, en realidad, otra pregunta: ¿qué desean los hombres de las mujeres? En este sentido, apunta Batticuore, “la lectora lee siempre para otro”, un otro siempre masculino que la imagina enigmática. Sin embargo, advertimos que el “enigma de la mujer lectora” no es más que una inflexión de otro “misterio” decimonónico que Freud formula en 1931 como el “enigma de la feminidad”. Y, ya lo ha dicho la teoría feminista, es en este sintagma donde hay que situar la mirada. A partir del libro en cuestión, que Batticuore concibe, acorde al siglo que la interpela, como un prismático para observar “a través del espacio y en el tiempo”, se puede sostener que en tanto figura “enigmática” (o inspiradora) la lectora no es sino un tropo que asegura la puesta en marcha y permanencia de una ficción, un archivo, que la tiene siempre por objeto a descifrar.
Entre las dos versiones cinematográficas de Amalia se publica en Buenos Aires la primera edición de La última niebla, de María Luisa Bombal (1934). Conviene, en este caso, adoptar el prismático de Batticuore pero ensayar otra pose de lectura y preguntarse qué es lo que sucedió en la literatura latinoamericana para que el bovarismo de la protagonista de Bombal se volviera la fantasía irrisoria de una lectora que llega tarde a su destino trágico de heroína (“El suicidio de una mujer casi vieja, ¡qué cosa repugnante e inútil!”, observa el personaje) y, a la vez, temprano a una tradición de mujeres que escriben pero ya no leen para otro. Son lectoras que no posan para ajustarse y dar argumento a las figuraciones de otro, sino, como declara Sylvia Molloy, para figurarse a sí mismas.
Graciela Batticuore, Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina, Ampersand, 2017, 176 págs.
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