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Hay tantos documentales como documentalistas, pero Lucrecia Martel hay una sola. Manuel Abramovich tuvo la astucia de inventarse una película para poder verla filmar. Años luz no es un documental del rodaje de Zama y mucho menos un making of, ese género pasado de dinamismo en el que desfilan, con más ansiedad que pedagogía, cada uno de los participantes de la producción de una película. Allí se busca el equilibrio entre las partes, y el director, si es que aparece, es apenas uno más en el plano de conjunto. En Años luz ocurre lo contrario, Abramovich filma el desequilibrio: Martel es la única protagonista.
Está claro que el tipo de documental que le interesa a Abramovich tiene que ver con la idea de retrato. Solar (2016) y Soldado (2017) son dos buenos ejemplos, pero también su cortometraje La reina (2013). En todos ellos, de alguna manera, Abramovich se las ingenia para convertir a una persona en personaje, o viceversa. Son documentales bien armados, premeditados, que transitan con soltura ese interregno en el que la realidad se pisa con la ficción. Años luz es un experimento de otra clase. En él Abramovich no tiene margen para la invención, pero la tiene a Martel dirigiendo y esa experiencia es tan potente que casi lo único que necesita es decidir dónde poner la cámara. La condición que le impone Martel de no incomodarla a ella ni a su equipo mientras filman obliga a Abramovich a hacer todo prácticamente solo —el micrófono corbatero fue sin duda su mejor aliado— y a volverse invisible.
Las restricciones, como suele suceder, le juegan a Abramovich a favor y logra algo distinto de lo que venía haciendo. Va al punto. Se centra en Martel —que muchas veces aparece descentrada— y deja todo el resto fuera de campo. Martel en cuadro y el rodaje de Zama fuera de cuadro. Esta estrategia, tan propia de la estética de la directora salteña, es la misma que adopta Abramovich. Y lo hace sin culpa, porque intuye que de ese modo el espectador no va a poder dudar ni por un segundo que la protagonista de Años luz es la misma que fue capaz de filmar La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza, Zama.
Es evidente que Años luz carece de una escritura previa. Su línea narrativa es ínfima y se reduce a los tres momentos en que Abramovich y Martel intercambian correos electrónicos: él le pide permiso para filmarla y ella acepta; ella le pide que se vaya y él insiste en quedarse; él le pregunta si recibió la película y ella le responde que le gustó. Pero no por eso se puede decir que al documental le falte una estructura. En definitiva es un retrato filmado, una descripción. No la necesita.
Salvo por algunos exteriores en los que vemos a Martel moverse ágil dentro de unos pantalones cargo, mimetizada de algún modo con el paisaje, el resto del tiempo Abramovich la filma bien de cerca, entre una toma y otra de Zama, para que su concentración se contagie y obligue al espectador a contener el aire y hacer silencio. Tan cerrados son esos planos, que un cigarro que entra y sale de cuadro tiene la jerarquía de alguien que irrumpe en una habitación y se va dando un portazo.
Con paciencia, eligiendo el buen ángulo, Abramovich la retrata educadamente, casi sin intervenir, esperando lo inesperado, provocándolo. Coloca al espectador en el lugar en el que se coloca él mismo, un cazador que espera al animal exótico para dispararle una foto. Y lo inesperado sucede. Como cuando pasa un avión y Martel maldice, con toda razón, porque la película transcurre en el siglo XVIII.
Es un buen augurio que haya sido ella quien le puso sin querer el título al documental al responder el primer correo de Abramovich: “Estoy a años luz de poder ser la protagonista de una película”. Es bueno también que él se haya sabido mantener a años luz de ella durante el rodaje y, paradójicamente, le haya concedido al espectador la posibilidad de verla de cerca y escuchar lo que murmura por lo bajo. Un documental con la distancia justa, o la triangulación justa, entre protagonista, director y espectador.
Hay algo bressoniano en la austeridad de la película. Abramovich suprime todo lo que desviaría la atención hacia otra cosa. Se queda con Martel, una modelo sin ninguna ostentación, que prefiere no revelar en todas sus facetas. La deja en un margen de indefinición, detrás de una cortina de humo, inmóvil, en silencio.
Por momentos parecería que lo que hace Martel es muy poco y sin embargo ese muy poco es un mundo. Martel está en todo: en el espejo antiguo que no se consiguió, en el maquillaje de un párpado de Lola Dueñas, en el sonido ambiente de la selva formoseña, en la delicadeza hipnótica de una llama, en la entonación de una frase, en la alfalfa para los caballos. Hay en ella una obsesión por el detalle que no le quita el buen humor ni los buenos modos. Es firme sin ser descortés y come distraída, como si no comiera. Siempre detrás de su antifaz veneciano de fin de fiesta. Esos anteojos que quizá guarden el secreto de su oficio.
Hacia el final del documental hay un pasaje muy bello, una especie de satori, en el que Zama de espaldas mira el horizonte por una ventana y ella exclama: “El río corre al revés, ¡la puta madre!”. Y entonces nos quedamos pensando al revés de qué, de quién, para quién. ¿En qué dirección debería estar corriendo el río? ¿Puede Martel pedirle que cambie? No tenemos respuestas para ninguna de estas preguntas. Pero sabemos que ella tiene razón. El río debe haberse equivocado.
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