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Antes que un género, la poesía es una intensidad. Cuando esa intensidad es precisa, condensa buena parte de su gracia en muy pocas líneas. Bajo el concepto francés de plaquette, este acotar del tamaño encontró su vastedad; en las publicaciones de corta extensión late algo cierto, a veces alcanza con reunir cinco o seis visiones intensas para delinear una esencia, un perfume que abrace las ideas sin abarcarlas por completo y que no se halle presente en la literalidad de lo escrito. Narrativamente, el núcleo de la poesía oriental privilegia la visión por sobre quién mira; interesa más lo observado que la historia personal del que observa. En Occidente el imaginismo primero, el objetivismo después, tuvieron por norte estas premisas; la poesía debía ser ante todo precisa: el poema es un objeto, el poeta un artesano, y lo que se construye con la materialidad difusa de las palabras debe guiarse por los mismos principios que atiende un fabricante de mesas o zapatos. “Nada de metáforas sino la proyección más inmediata de lo real”, había escrito Louis Zukofsky en el ensayito iniciático de 1931 que funcionó como presentación de las viejas nuevas ideas dentro de la poesía norteamericana. El punto de la poesía era entonces la objetividad total, dejando de lado todo comentario racional o moral, pues entendía que sólo la imagen comunica significado. Cuanto más sobria, sucinta y sorprendente fuera la imagen, mejor sería el poema. A su modo, parecía la preparación del terreno para un retorno glamoroso del realismo. Con el paso de las décadas y el devenir de las subjetividades por sobre cualquier intento de unión o conjunto que no fuera entre pares, la distinción entre el observador y lo observado se tornaría indecodificable. Cada cual podía escribir intensamente porque alcanzaba con observarse objetivamente a sí mismo. Yo soy mi objeto de estudio; mi experiencia, mi poema. Quizás el asunto en Occidente fueran las palabras y su uso cotidiano; para la cultura oriental, el dibujo y la escritura nunca se separaron.
Trasladar las ideas objetivistas al campo minado de la escultura contemporánea no parecería organizar en términos formales una imagen clara. Puede que el intento experimental diese por resultado un realismo especulativo, con suerte metafísico, pulcro o de gran factura técnica (para no caer en el populismo del acceso común a los materiales), sostenido retóricamente por un sistema metafórico austero. Digamos, algún objeto existente en el mundo apenas modificado para prestarle nueva atención y con ello ir puliendo una poética. Puede que uno de los casos más cercanos en el ámbito local de una imagen semejante, con sus respectivas reflexiones consecuentes, se encuentre en las obras de Pablo Accinelli. Un lenguaje constante en sí mismo que ofrecería infinitas variaciones intensas y objetivas para sus artefactos, búsquedas cerradas sobre un programa y una voz que de tan definida convierte sus exhibiciones en extensiones de las anteriores, antes que su complemento, como si fueran nuevas salas en una muestra a la que entramos hace tiempo.
Ahora, si a este realismo especulativo le agregásemos unas dosis homeopáticas de surrealismo e indolencia gótica, quizás nos daría por resultado la última instalación de Nicanor Aráoz. En tanto muestra, Abolición futura acerca escenas menos oscuras aunque no por eso más luminosas, sino más bien poco densas. Si nos entregamos a este ejercicio de pensarlas experimentalmente como posibles esculturas objetivistas, habría que señalar primero que la exhibición parece una plaquette: siete u ocho poemas que componen un pequeño libro con el cual delinear los signos patognomónicos sobre un tema, un perfume que bien podría ser la vanidad. De hecho, es pregnante en la sala algo relacionado, en parte, con parecer orgullosamente egoísta. En esa actitud hace su esencia y la despliega como asunto. Desde el vamos la exhibición no soporta el lamento pobrista; se vuelve a la pasarela de moda como dispositivo, pero experimentamos en ella el neorrealismo de la clase dominante. Se resume así: “Me gusta cómo desea lo que esa clase desea” e involucra el consumo de obras como objetos expuestos del arte. En su dimensión de poemas a la manera objetivista, son cosas, hechas a conciencia y a medida. El problema de la disciplina escultórica (su drama) es que la materialidad viva del volumen signa su resultado, que se encuentra a mitad de camino entre un poema y un edificio. Es en este sentido que el dispositivo, esa base enorme sobre la cual la instalación se autosustenta, se vuelve el gran eje central de la muestra, su cogollo: la forma en que las ideas se exponen para que funcionen en un campo, el del consumo de clase, y entren en la imaginación. Ese dispositivo define la voz del autor, es ahí donde vemos finalmente su talla.
Al surrealismo de Aráoz le fue cambiando quién sueña y con qué sueña; trajes de samurái, objetos de diseño. En sus nuevas producciones no hay ironía, el artista expone sus fantasías de consumo sin eufemismos. De hecho la tarima, el lugar de celebración que sostiene la nueva producción, es el único objeto que hilvana las ideas, volviéndolas oferentes de exclusividad, de posición. Porque las esculturas que posan ahí arriba son, ellas, en sí, inocentes… Si las separásemos de la base notaríamos que, salvo algunos detalles, no ostentan casi nada a adrede. Por fuera cambiarían su relación con el mundo de tan sólo entrar en contacto con el piso, apoyadas mansas en el suelo. Sin embargo, el gran soporte que las contiene, todo un andamiaje escultórico, nos impide ver de otro modo su simpleza. La megalomanía de este sueño, de a ratos cocainómano, parece transcurrir dentro de un baño de lujo, en su pulcritud; tusi, esponjas, mármol, grifos dorados. Sabemos que el egoísmo cocainómano es violento, liberalismo en polvo que convierte vorazmente en cosas a los otros. La plataforma central que sutura la muestra parece decir contundente “Es muy difícil no ser egoísta porque el mundo es salvaje, y aprender a vivir es aprender a salvarse. Formas posibles de anestesiar el dolor con la parte animal”. Las leyes del arte comerciable son las de un mundo violentísimo disfrazado de cordero.
Cuando se piensa a las vanguardias europeas conviviendo con el fascismo, a todos esos artistas canónicos produciendo mientras el fondo se hundía, uno se pregunta si algo en ellos estaba realmente resistiendo. De cierta manera nos llegaron sus ideas sobre la desintegración de las complejas relaciones humanas, pero en casi todos hubo un margen donde salvaguardar la utopía. Es ineludible hoy no detenerse en que el coqueteo con el fascismo aparece como nunca fundido con el mercado. La debilidad insalvable del cruce entre arte y publicidad, el triunfo de los filtros de Instagram. Para las vanguardias, ese cruce fue su posterior tormento, su caída excepcional, lo determinante de su fracaso. Podría decirse que al abrir el sadismo para la literatura, Sade habilitó también su posibilidad para el arte. Pero a diferencia de los procesos escultóricos, realizados con los más diversos retazos del mundo concreto, las palabras son comunistas: valen lo mismo para todos. Eso que argumenta Groys sobre la filosofía soviética, que fue un intento de reemplazar los lazos financieros por vínculos lingüísticos. La materia escultórica posibilita en el arte (de quererlo, de desearlo, de buscarlo) otros tipos de fascinaciones sádicas, bastante más ligables a las ciencias sociales que a la poesía. Y ese es su principal peligro, caer en el lado negativo del cuidado de sí foucaultiano, el triunfo de la superación personal y la cultura fitness. Las zapatillas como fetiche, siempre presentes en los juegos juveniles del artista, aparecen ya fundidas en bronce, en el lugar del adulto que entiende que el mundo es así, materialmente injusto, y que no tiene ganas de cambiarlo, ni de intentarlo, ni de disimularlo. Una suela gigante, del tamaño de las ruedas oruga de los tanques, dispuesta a pisarlo todo, a quien se cruce, con tal de poder ser, o sea, para sobrevivir. Cambió el contexto pero el axioma es el mismo: lo que define al ser es ser percibido. Quizás, como mucho, hay una necesidad en Aráoz de exponerlo, de dejarlo en claro. Aunque a veces en la ostentación se construyen corazas que esconden inseguridades. La escritura es economía a cielo abierto, un factor modesto pero activo y eficaz; las falencias escultóricas pueden camuflarse fácilmente con dinero. Y esto es delicado porque una muestra carga en su sentido con algo pedagógico, preventivo en la tarea de los artistas para con el medio. Una exhibición es también una forma de enseñar a desear, qué desear y cómo. También una oportunidad para organizar el bien común o fomentar su frustración.
Decíamos: el display, la base sobre la que operan y se posicionan las esculturas, es la voz acusmática de la muestra, su ética, su respiración. Única pieza realmente polisémica, dada enteramente a la proyección metafórica en la mente, opera en simultáneo como una suela de zapatillas importadas, una nave, una pasarela de moda, y sobre todo, como señaló asertivamente en una conversación la curadora Carla Barbero, una cinta industrial transportadora. Una clave de lectura se ofrece en esta última imagen, las obras salen maquinalmente producidas, sin relación dura entre sí; son objetos, cosas prefabricadas que tan sólo aparecen, tal como lo hacen las valijas detrás de las cortinas en un aeropuerto. De ahí su link con el objetivismo; el consumo y la producción son ecos dados en lo maquinal. Por suerte, como espectadores tenemos la posibilidad de seguir juzgando las obras de Aráoz en vivo, aunque su modelo de artista sea el de la torre de marfil, semejando a los más conspicuos artistas internacionales. Su destino y su lugar de pertenencia vienen promoviendo hace años que podamos ver acá, y en su conjunto, sus sueños húmedos realizados. Hablamos de un artista que se mide hace muchísimo tiempo sólo en el campo local, que expone casi todo lo que piensa en la ciudad donde produce. Y ese es un gran desafío constante (y una fortuna privilegiada para quienes lo seguimos con interés), porque todavía nos permite confrontar su trabajo, sopesar temperamentos y sacar conclusiones más allá de las fotografías. Habría que evaluar si Adrián Villar Rojas o Guillermo Kuitca hubiesen soportado el peso de sus nuevas ideas teniendo que someterlas siempre a las mismas miradas, frente a los mismos colegas, en una única ciudad, una y otra vez promoviendo las mismas invitaciones. Hay un punto admirable también en las personas que teniendo razones para victimizarse no lo hacen, o que pudiendo adaptar el discurso al lado demagógico no lo ofrecen. En ese sentido una muestra semejante sostiene como bastión colateral, por el hecho de existir y ofrecerse al examen entre nosotros, la generosidad gratuita de los jardines cuidados que dan hacia la calle.
Anne Carson comenta que somos el muñón del lenguaje. El síndrome del miembro fantasma absorbe todo lo que decimos. Aráoz dialoga con una liga que no tiene los pies apoyados sobre este país reventado. Siendo abiertos, podríamos argumentar que por lo general cuando las obras funcionan de sostén para el de arte, si este sucede, nos guían hacia una comprensión más profunda de la humanidad. La humanidad desde el punto de vista de Abolición futura es una experiencia cruel soportada por y desde la superficie. Pero si algo aprendimos en todos estos años es que cuando se analiza el poder (punto que la muestra promueve), hay que tener siempre presente la voz del dominador. En el campo artístico, es común que las expresiones más perversas del patriarcado coexistan con las formas que los objetos adoptan por omisión o consenso, sin discutirlas, para que adquieran el espesor de la miel. Dicha perversión también es estética; sueña imponer la idea de que no hay nada más vergonzoso que envejecer, o ser pobre, o carecer de poder alguno y volverse indeseable. Ese sistema odia la poesía aunque la reconozca. Sobre su ola de mutilación no desconoce que la guerra hace a la tranquilidad del guerrero. Adora con sinceridad el ritmo maquinalmente animal que el capital impone. El fetiche de los lentes del asesino Jeffrey Dahmer saliendo a subasta en 150.000 dólares, por ejemplo. Establecer un límite es un ejercicio delicado, aunque necesario. Puede que aparezca cuando los objetos estén más provistos de morbosidad que de poesía, movimientos propios de la publicidad y los nuevos fascismos. Esto último me recuerda que una vez vi una obra de un artista brasilero del que no retuve el nombre; un cartel publicitario enorme en el medio de la ruta que decía “Cuidado con la banalidad del mal”.
Nicanor Aráoz, Abolición futura, Barro Arte Contemporáneo, Buenos Aires, 17 de septiembre – 22 de octubre de 2022.
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