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Cuando el rosa se pierde en el gris y los tonos pasteles susurran algo más que la esperada canción femenina, el terror se manifiesta con un nuevo disfraz. Se mueve lento y parece uno de esos bichos que viven en las almohadas, toca pero no lo podemos ver. La paleta de colores enfría el cuarto de una princesa, esta nunca aparece y los objetos son los únicos testigos de la supuesta existencia de sus dueños. Los unicornios, los corazones o los pliegues de una tela que cae pueden ser elementos de fantasía, mientras las preguntas se violentan y se vuelven un poco caníbales. ¿Dónde vive la princesa? ¿Qué clase de reino es el que pronto heredará? Las pinturas parecen acomodarse bien en las dimensiones del universo femenino, cálidas y suaves como la habitación de un bebé, aunque se sabe que, cerca del mundo infante, gotean con fuerza las inseguridades de los adultos. En un primer encuentro se crea un mundo “bonito”, luego el ojo comienza a desarmar su superficie edulcorada y encuentra unos dientes del mal, en estado de alerta, a punto de atraparnos dentro de su boca perfumada.
Los unicornios pueden ser los animales preferidos de las princesas, evocan el misterio de aquello que en un principio pareciera no existir, como el deseo sexual recorriendo la sangre en la pubertad. Son el sticker mental de una huérfana en el Medioevo o el alimento de los viajeros que creen que su carne proporciona la vida eterna. Un unicornio pareciera estar atrapado entre pétalos de flores blancas y rosas, debajo de él se abren dos tallos con espinas que no lo dejan escapar. Una ofrenda sagrada al bosque carnívoro, o es la fábula inglesa que coquetea demasiado bien con el humor y aquello que es terrible.
Los cuartos vacíos pueden estar repletos de objetos impresos en la nostalgia. Son proyecciones de la pérdida. El cuarto de JonBenét Ramsey antes de morir, la reina de los concursos infantiles de belleza que fue asesinada a los seis años durante los noventa. Los habitantes de los interiores están ausentes y no parecen personajes confiables, tal vez son reyes enfermos de paranoia o princesas pálidas que sólo se alimentan de agua. Unas camas rosadas con moños púrpuras y en el medio del piso, una puerta al ático donde se celebran las perversiones familiares. El castillo en medio de la nada mental, desde lejos se puede ver que en el centro de su jardín vive un árbol enorme, el patriarca monstruo del hogar.
La pintura puede ser una isla de poder y creación, tiene la capacidad de moldear el carácter de sus observadores y constituye un sistema de relaciones más allá de particulares concluyentes (rosa=mujer). Su sinapsis es entrecortada, se debate entre sinónimos que se vuelven antónimos y empastes rabiosos que pueden emular calma y locura en un tiempo inestable. A toda obra de arte le corresponde una fábula acorde a su era, su lugar en las bibliotecas y en las ponencias que iluminan el conocimiento. Algunas pueden escapar a este destino y envejecen como un perfume que distorsiona los ambientes, vuelven venenoso aquello que se presume bello, generan sospechas sobre la presencia sublime de dos cisnes blancos en un arroyo. Son una compañía para quienes no tienen un lugar en el mundo, o testigos de los comportamientos raros de los artistas y, sin juzgar, preguntan: ¿la artista quiere ser una princesa?
Antonella Agesta, Antosofías, curaduría de Bárbara Golubicki, Selvanegra Galería, Buenos Aires, 15 de febrero – 30 de marzo de 2019.
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