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Si el tiempo estuviera fuera de quicio —quizás ya lo está—, estaríamos asistiendo a una desintegración molecular sin retorno. Es difícil saber si ya estamos en ese momento. Lo único que hoy podemos aseverar es que esa condición se nos aparece cada vez con más frecuencia como una constante fantasmal, como un detonante de nuevas fragilidades que se filtran en guerras y alianzas entre humanos, especies, objetos y territorios sedimentales.
En esta trama, la resistencia parece tomar la forma de la simplicidad que, a contrapelo del confort, se caracteriza por una urdimbre de mecanismos claros y sencillos que inhiben las pulsiones de pérdida y, con ello, la sensación de una eterna caída libre.
La obra de Leandro Comba, y me atrevo a decir que también su praxis curatorial, preconiza este modelo de supervivencia que sorprendentemente no está ajeno a la complejidad. En un contexto de simultáneas revoluciones moleculares, su trabajo refleja la audacia que implica apostar hoy a procedimientos elementales, a formas netas e inteligibles que pueden leerse con relación a una necesidad muy propia del gran afuera: la de releer el mundo para enlazar de distinto modo sus fragmentos, sus zonas dispares.
En este sentido, no es casual que la serie a la que refiero en este texto recurra a las coordenadas conceptuales de un formato que es también una práctica: la del atlas. Según señala Didi-Huberman, como “práctica materialista”, esta presenta una lógica esencial que vela por la soberanía anónima de las cosas.
Esta serie que Comba comenzó a desarrollar entre 2021 y 2022 se suscribe también al impulso de una cartografía que se inicia con un método particular. El artista empieza con el trazado de un plano sobre una plancha de MDF. Las piezas resultantes son tres, por lo que los planos que traza corresponden a tres espacios diferentes que forman parte de sus ejercicios de transacción cotidiana, donde de alguna manera se ensamblan sus oficios como artista, como diseñador de montaje y como curador. Se trata del living de su casa —centro de sus operaciones tallerísticas—, la sala de exposiciones de la galería Diego Obligado y un piso del MACRO (Museo de Arte Contemporáneo de Rosario). Luego procede a grabar ese contorno para, a posteriori, cortar toda la superficie en listones de partes iguales. Deja sutilmente que los recortes se desordenen descomponiendo la imagen originaria y volviendo a elaborar un nuevo repertorio: un patrón constelativo.
Estas acciones, constitutivas de un instructivo útil para ejercitar la potencia del azar, se repiten en la realización de cada una de las obras componentes de esta tríada.
Así Comba se aproxima a una configuración narrativa episódica que, por su determinación formal y su adicción a la facilidad (no es casual la elección del fibrofácil como recurso principal), polemiza con uno de los atlas más inspiradores y enmarañados de los últimos tiempos: el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg, datado entre 1924 y 1929. Sin embargo, se acerca igualmente a este por rozar una dialéctica donde el orden y el desorden forman parte de una matriz de pensamiento capaz de comprender la heterogeneidad.
Está claro que la metodología de Comba se inscribe en la búsqueda de un nuevo orden atravesado por las coartadas implicadas en sus propias retóricas de lo cotidiano; en este caso, en sus modos de transitar y practicar el espacio artístico. Es por esto que podemos revelar tres instancias sobre las que es posible pensar su trabajo: la dimensión concreta-espacial, la dimensión procesual-afectiva y la dimensión curatorial. Tres universos que crean una suerte de retícula de la que se desprenden distintas capas de sentido que oscilan entre el repliegue y una cierta propensión a lo mínimo, al grado cero de la materialidad, de la forma y del relato.
En definitiva y consignando las paradojas de la semántica atlántica, estas construcciones auspician una forma visual de conocimiento reservando una sensibilidad que fluye bajo la nómina de tres semblanzas (casa, galería, museo) que parecen estar dispuestas a negociar entre sí. Apelan, cada una de estas piezas, a un dislocamiento de la formalidad programática para propiciar un acercamiento lento al elogio de la intuición. Es decir, se inclinan a una depuración que vela por la grandeza de lo simple alimentando una noción performativa del espacio, donde la transformación y sus derivas constelativas se tornan claves para vivenciar la vincularidad en un mundo, el del arte, lleno de lugares e historias fragmentarias, secretas, silentes, superpuestas y replegadas.
Leandro Comba, Casa.Atlas.Balsa, Galería Diego Obligado, Rosario, 7 de abril – 4 de junio de 2022.
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