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Casa de la Cultura

Tobías Dirty

ARTE

Hubo algo de cuento de hadas en la famosa parábola de Picasso, aquella según la cual le tomó toda una vida aprender a pintar como un niño. La idea hibridaba, y cuando el conjunto de las vanguardias fraguó finalmente ese cuento en la praxis, tras incluir para sí la inocencia brutal de los infantes y los locos, carentes ellos de cualquier especulación preartística, todos quedamos hechizados, girando al son, como trompos. Desde entonces una épica circular se pliega en nosotros, nos cubre, y así estamos, girando en el vacío de las representaciones; un juego de la silla donde nunca corta la música.

Las artes visuales no pueden prescindir de la literatura, y la forma que describe Casa de la Cultura de Tobías Dirty parecería ser también una parábola. El eje de su recorrido se resume así: un niño oriundo de Villa Gesell cursa talleres de arte en la Casa de la Cultura, único centro cultural de su ciudad, una pequeña localidad balnearia deshabitada en los meses no estivales, y una veintena de años más tarde, ya adulto, ya artista, traspola mentalmente esa experiencia a una galería comercial de la metrópoli. Son treinta pinturas dedicadas a y por cada año en la vida del autor, efemérides temáticas que organizan y resumen una experiencia con referencias concretas, aunque solapadas, a sucesos epocales; imágenes socialmente compartidas por todos pero no explícitamente reveladas. Así, como quien graba fechas en un árbol, desfilan indistintas en los cuadros la tragedia de Cromagnon de 2004, el estreno de la película Joker en 2019, el contundente triunfo por el cincuenta y cuatro por ciento de los votos de CFK en 2011, un terremoto ocurrido en México en 2017, el cruel atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina de 1994, la aparición de The Fame de Lady Gaga en 2008, entre tantos otros acontecimientos públicos, lecturas epigonales y evocativas sobre una posible imbricación de lo personal y lo político.

Pero toda muestra valiosa tiene su nudo gordiano, ese lugar al que las tensiones se amarran. Las obras de Isla Flotante lo encuentran en la siempre conflictiva distinción entre arte y artesanía, y la no menos presente relación entre hogar y cultura; ambas matizadas por la disyuntiva queer. Sobre la primera se escribió mucho. Hay un ensayito de Octavio Paz, “El uso y la contemplación”, que abarca buena parte de la discusión sobre arte y artesanía (Ah… Elena Garro, te pido disculpas). El punto acá es que una cita a Villa Gesell proveniente de un artista gesellino modifica el campo de acción de la palabra artesanía y su concepto. Uno piensa inevitablemente en la peatonal de la Avenida 3. Parafraseando el cuento de hadas picassiano, para cuestionarlo, Dirty parecería decir al mismo tiempo: “me llevó toda una vida hacer como artesano” y acto seguido insinuar “pero hacer como artesano, como infante, es un imposible en la autoconciencia del artista”. Al respecto, y aunque a veces se confunda, un artesano es alguien que va en contra de la técnica. Tiene algo de predicador también, porque el artesano es el artista que va a predicar al mercado, el artista que reza para tener fe. Preguntarse por la posibilidad de la artesanía dentro de las artes es cuestionar sobre la pureza y la inocencia. Retomando el mito inicial, Dirty juega a lo marginal excluido, un tanto consciente de su imposible dentro de las artes, y por tal complejizando una tradición.

Esto nos lleva a la segunda extensión, la que existe entre hogar y cultura. En el texto de sala, Gala Berger, artista gesellina también, señala que ya desde el título lo institucional se vuelve político en la muestra de Dirty. Aparecen Pombo y Laguna en una línea genealógica clara de pensamiento, referencias puntuales a un trazado cultural canónico que va desde el Centro Cultural Rojas hasta Belleza y Felicidad. En esa genealogía es donde el Centro Cultural que da nombre a la exhibición, arquetipo de cualquier centro cultural de pueblo, cobra su fuerza. Hay una promesa inmaculada en el paraíso latente que La Casa de la Cultura original representa, y no es otra que la de recuperar la inocencia perdida de la infancia, o sea una época sin estrategias, o sea la vida del artesano. Las díadas conceptuales artesanía/arte – hogar/cultura son un espejo en la bisagra que las divide: un espacio sociocultural perdido en un pueblo de provincia / una galería contemporánea en un departamento del microcentro porteño. El hogar es ser aceptado; la cultura es el sentido común para el que uno trabaja.

Como no es posible traer de nuevo la inocencia arrolladora (no se puede restituir simplemente porque no hay forma de quitarse la autoconciencia artística de encima), esta sólo puede simularse. Las obras parecen maquilladas para una dinámica hogareña, casera. Diríamos: Casa de la Cultura aplica para sí el tipo de curaduría doméstica que promovió institucionalmente Jorge Gumier Maier, pero uno siente que a dos letras de saberse curaduría domesticada. Lo queer resuena entonces recordando un poco la interpelación que Sarah Ahmed le realiza al término en su libro La promesa de la felicidad (2019). Allí la autora se pregunta: “¿Cómo las muchas subjetivaciones no van a volverse, a pesar de su multiplicidad y renovación incesante, identidades y estilos de vida perfectamente delimitados y absolutamente compatibles con el Uno del capitalismo mundial?”. A lo que un artesano podría contestar con la definición para lo queer que ofreció David Halperin, y que nos incluye a todos al ir más allá de las categorizaciones de género y sexualidad. Queer, concluye Halperin, es todo lo que cuestiona lo normal, lo legítimo, lo dominante. Quizás sea por eso que una inquietud válida, genuina, surge en la sala, y es justamente por dónde pasa lo normal, lo legítimo y lo dominante en el arte argentino de hoy y cómo y quiénes lo interrogan.

 

Tobías Dirty, Casa de la Cultura, Isla Flotante, Buenos Aires, 4 de noviembre – 31 de diciembre de 2020.

26 Nov, 2020
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