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¿En cuántas ociosas tardes de su infancia y primera juventud se habrá quemado las pestañas Fabián Burgos consumiendo videos de terror, zombis, amenazas del espacio exterior y otras disparatadas abyecciones del cine clase B hasta desgastar los cabezales de la VCR?
Un fulgor catódico análogo al de esas horas frente a la pantalla irradian las obras de Comiéndose a Raúl, su última muestra en la galería Vasari, en la que Burgos evidencia un mecanismo que en su sólido proyecto pictórico de revisitación del canon de la geometría y del pop siempre había existido, aunque de forma velada, oculto en las sombras a la manera de un serial killer a la espera del momento de la faena. Y es que tras la ampulosidad museística del gran formato, la exquisita factura y la aparente seriedad de citas eruditas a la tradición de la pintura moderna, existen en Burgos un desvergonzado culto trash y una especial sensibilidad pop por los subgéneros más degenerados y marginales, una patada al hígado insospechada para cualquier espectador que se deja seducir por el pulido oficio de su obra.
Para Burgos, el óleo es una materia con un apetito vampírico similar a La mancha voraz (The Blob, 1959), esa gema de la ciencia ficción donde una masa amorfa y ectoplasmática avanza devorando todo a su paso; en “Sin fin negro”, una de las piezas de mayor contundencia de la muestra, la forma cíclica parece sugerir un tracto intestinal en circuito cerrado, una suerte de ouroboros, la figura serpentiforme que engulle su propia cola. Así, la pintura se revela como una máquina de asimilar y metabolizar imágenes, un aparato digestivo trabado en loop que se dedica a fagocitar, procesar, excretar y volver a deglutir con una avidez y un ánimo coprofágico que haría las delicias de John Waters, George Romero y otros paladines del mal gusto.
Entre el sistema en bucle perpetuo de “Sin fin negro” y el contrapunto de piezas como “Cerco rojo” y “Tablero”, Burgos vuelve a interrogarse sobre los límites perimetrales de la pintura, la continuidad y la ruptura de un modelo, la serialidad, la expansión y la finitud. En un conjunto inédito para su léxico pictórico, letras alfabéticas son enclaustradas, recluidas severamente dentro de los márgenes del bastidor a que las somete. Poner el acento en la restricción física de la superficie cuadro conlleva la inevitable pregunta por lo que sucede en el fuera de campo visual. En esa taxativa omisión, el cinéfilo Burgos recuerda el viejo axioma hitchcockiano que afirma que todo lo que se explicita, en lugar de sugerirse, se pierde para el espectador; un recurso del suspense que las producciones de bajo presupuesto que supieron alimentar el imaginario del artista elevaron al nivel de marca autoral.
Si El amor probablemente –su antepenúltima muestra en Dabbah Torrejón, en 2005–era una alegre apología del plagio, la copia, la cita y el robo como formas de idilio, con su nueva serie de obras Burgos parece sugerir que tras la fascinación del enamoramiento hay un deseo de poseer hasta la abducción, que entre el amor y el canibalismo hay un solo paso.
Fabián Burgos, Comiéndose a Raúl, Galería Vasari, Buenos Aires, junio-julio de 2013.
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