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La posibilidad de construir un ambiente es menos una cuestión de proyecciones y objetivos que de mantener la vida en movimiento. Alrededor de esa tensión entre diseño y subsistencia giraba la performance ideada por Roma Blanco y ejecutada con delicadeza por Nastya Rubert en noviembre de 2021, durante arteBA. En el stand de Galería Acéfala, pero también en distintas ubicaciones del predio, fue posible ver cómo su capullo plateado y colgante era transformado en una escena de nacimiento y exploración. La performer entraba y salía de su carpa esplendorosa, su cueva de metal, como si se tratara de la primera mañana de la especie, pero lo hacía en medio de la multitud ansiosa por registrarla, en plena feria. La atracción de una pieza de factura exquisita convivía con su uso: ser una forma para vivir, necesaria para modular un movimiento diferencial, capaz de producir una velocidad propia y distinta, en un contexto del que se recortaba. En este sentido, en el traje-cápsula aparece cifrado uno de los dramas de nuestro tiempo: cómo habitamos el mundo (o mejor dicho, cómo hacemos mundo dentro del mundo).
Lo interesante de la intervención, en el contexto amplio en el que se situaba, radicaba en la hibridez de su posición ante un panorama que tiende cada vez más a la condescendencia o la proclama. No es difícil ver el modo en que los discursos apocalípticos se volvieron moneda frecuente dado el alerta ecológico, sanitario, económico en el que el planeta ingresó definitivamente; tampoco caben dudas de que las respuestas críticas del arte se deslizan muchas veces hacia las certezas de un mundo posible, éticamente fantástico, a salvo de las garras de los poderes de la hora. La acción de Roma Blanco, en este punto, aparecía como más polémica pero honesta. Asimila el comportamiento de las comunidades neopelágicas que reúnen a especies costeras que intentan armar un hábitat y adaptarse a islas de basura en el océano, y que como consecuencia de ello modifican su movilidad y sus posibilidades de vida. O recuerda al cangrejo ermitaño, que en lugar de cambiar su caparazón acondiciona una lata como su nuevo hogar. Cyborg, como su nombre lo indica, evoca las mezclas extrañas de elementos y acciones humanas, biológicas, tecnológicas. Participa del diverso arsenal de dispositivos contemporáneos que buscan desorganizar las imaginaciones más normadas sobre los cuerpos humanos, pero lo hace con una pátina farmacológica que necesita y adapta. Su detalle de confección (las lentejuelas de las que está hecho el traje son producto de la acumulación y adhesión de residuos metálicos de blísters de medicamentos desechados) complica las certezas de las miradas ingenuas y regresivas sobre la civilización y prefiere mostrar los mecanismos de la inmunidad, plantea una coraza biomédica que necesitaría la vida para seguir andando.
Roma Blanco, Cyborg (Seré un habitante del mundo a pesar del mundo), de la serie Escenas de post naturaleza / Proyecto Curandera, curaduría de Irene Gelfman, Acéfala Galería, arteBA, Buenos Aires, noviembre de 2021.
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