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Las de Aizenberg fueron todas conquistas extrañas. También en sus dibujos fundó algo raro: una perfección que no es sinónimo del dibujo perfecto, muerto. Aizenberg trocó la perfección con el lápiz, esa tarea casi imposible, a la que parece negarse el propio instrumento, por otra ambición, menos vanidosa: llevar el lápiz, cada vez, más lejos de lo que se creía factible. Desplazar el ojo de la perfección, procurarle otro horizonte. En su dibujo conviven una línea pensada —trazada con regla— y líneas cuidadosamente enloquecidas, es decir, la persecución y la desarticulación del perfeccionismo (en su sentido más lato). Otra tensión se produce entre lo reconocible y lo irreconocible. Es oportuno que en estas obras una mano sea a veces lo único fácilmente identificable. En más de un caso, la mano es lo más viejo —ligeramente artrítica, deformada—, como si Aizenberg se mofara del precio a pagar por esa busca de excelencia.
Acaso sea en sus dibujos donde se vuelve más visible la delicadeza de su técnica. El detalle, el matiz, la graduación, por momentos es más fácil de apreciar en ellos que en su pintura; es el sacrificio que hace su pintura para obtener una mayor potencia, que prefiere ser capturada en su totalidad y de un vistazo. Con Aizenberg, el dibujo recibe el tratamiento —la dedicación, la terminación, la puesta en página— de una pintura; lo corrobora que el tiempo consagrado a cada obra durante la creación —es la teoría de Hockney— sea el que después le prodiga el que lo aprecia. El efecto de sus dibujos o pinturas puede no ser inmediato; es igualmente impredecible para unos y otras, y tal vez cristaliza semanas, meses después. Pocas cosas tan sólidas alcanzaron tanto misterio. (Sus pinturas lo anticipan y lo escenifican, cuando más de una silueta queda perpleja y petrificada ante el objeto o paisaje que contempla).
Las figuras a dos colores que han condescendido exponerse no están del todo solas, conforman una caravana de melancólicos anónimos: maniquíes vírgenes y califas sin reino, con bigote de viejo ciclista francés. Se hacen compañía —la compañía que se hacen los tímidos— aunque vengan de la historia de distintas escuelas artísticas. El espectador se siente observado de igual modo por las figuras sin rostro que por las otras, las calcadas; las primeras están diseñadas como caras posibles, inminentes. A la dificultad o inutilidad de dibujar o pintar un retrato, Aizenberg la supera fugándose por una tangente: sus figuras están de espaldas, o son fisonomías prestadas (de catálogos de moda decimonónicos), o sus caras se vuelven un garabato cristalino. Las curvas y contracurvas que están en lugar de una cara —el rostro como parábola— no intentan representar el interior de un cráneo. La cabeza desaparece en la mano que dibuja; en el dibujo, la cabeza se hace humo.
Estas figuras parecen venir de un lugar más sofisticado que el de los espectadores, un lugar austera, anacrónicamente aristocrático. No pocas están sentadas, ya es demasiado lo que se agita en ellas. Subrayan, de paso, que los que están allí para moverse son los visitantes. ¿Pero a qué distancia examinarlos? ¿Para conocerlos mejor? Es más difícil encontrar la distancia justa con un dibujo que con una pintura. Quizá un maestro puede enseñar más con su dibujo que con su pintura. ¿Estarán estos cuadros enseñando a pensar, como decía el propio Aizenberg de la obra de Batlle Planas?
Este arquero y arquitecto zen de la pintura era, paradójicamente, un entendido en mudanzas, en traer a este cosas de otros mundos. La suya es menos una quietud amenazada que una quietud levemente amenazadora. La quietud inamovible de sus formas, la invencible soledad de sus personajes, paisajes y torres, hace pensar en “el corazón que no tiembla” de Parménides, un centro que palpita escondido, cortésmente desafiante. Son evidencias, pero de un enigma.
Roberto Aizenberg, Dibujos, Galería Jorge Mara-La Ruche, Buenos Aires, 15 de septiembre – 15 de noviembre de 2014.
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