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ARTE

El prodigio sucede en “El otro cielo”, quizás el mejor cuento de Cortázar: un oscuro corredor de bolsa entra en el Pasaje Güemes de la calle Florida, viaja en el tiempo y el espacio, y sale con toda naturalidad a la Galerie Vivienne de París, a veces en la misma frase. Corren los años cuarenta en Buenos Aires pero en París es el siglo XIX, en pleno esplendor de las galerías cubiertas y los pasajes. Sin máquinas del tiempo ni maravillas sobrenaturales (“aceptando sin resistencia que se pudiera ir así de una cosa a otra”), Cortázar inventó el “fantástico sintáctico” y abrió los engranajes metafísicos del cuento borgeano a la vida cotidiana.

Pero por increíble que parezca, ese pasaje inverosímil entre dos tiempos y dos espacios acaba de materializarse entre otras dos galerías —la subterránea Ruth Benzacar de Florida al 1000 y su luminosa sucesora en Villa Crespo—, por obra de Jorge Macchi, que mostró sus primeras obras en aquel subsuelo de luces artificiales hace treinta años, y de Nicolás Fernández Sanz, el joven arquitecto que en 2015 convirtió un galpón industrial de la calle Juan Ramírez de Velasco en un resplandeciente cubo blanco. El ya mítico espacio de Florida, con sus techos bajos, sus inoportunas columnas y sus banquitos adosados, se revisita ahora en una especie de maqueta escala 1:1 incrustada en el cubo blanco, que no sólo recrea el original con precisión escultórica sino que lo extraña con un doble de madera veteada, abierto a la experiencia sensible del olor a madera recién cortada y al juego espontáneo de luces y sombras que los calados del techo que han reemplazado a los focos de Florida dibujan desde las claraboyas de Velasco.

Las constricciones espaciales siempre fueron un disparador de paradojas visuales para Macchi (un container, las aspas de un ventilador o las agujas de un reloj ya desafiaron las paredes de otras salas), pero aquí son la piedra de toque del pasaje. La planta de Florida no cabe del todo en la de Velasco, pero es precisamente en ese desajuste espacial donde asoma la tramoya del salto fantástico. Como las guirnaldas de estuco que conectan las galerías de Cortázar, las paredes blancas irrumpen aquí en la madera veteada, los calados del techo dejan ver el espinazo del galpón y una puerta al fondo se abre a un limbo espacial y temporal en donde la galería de Florida se confunde con la de Velasco. La memoria involuntaria se activa frente las columnas o los banquitos adosados, y el que mira se descubre viajando a las muestras que visitó en Florida, midiendo los espacios del recuerdo (¿había comprobado antes que la memoria es 3D y no sólo “fotográfica”?), aunque puede que también, si nunca la conoció, la descubra ahora en la maqueta o se abandone a la extrañeza de un espacio vagamente lyncheano, sin coordenadas precisas ni funcionalidad muy clara. Como en muchas otras obras de Macchi, el arte se expande en diálogo con otras artes, la espacialización del tiempo está en el centro de un surrealismo conceptual que lleva su marca, y los prodigios suceden, cortazarianamente, en un paisaje real de objetos cotidianos.

En el texto que acompaña la muestra, Mariana Enriquez puebla el espacio vacío con una serie nutrida de relatos fantásticos que podrían incluso conformar un subgénero, el “terror arquitectónico”. Pero se diría que el Díptico de galerías brilla más bien en la realidad material del pasaje, prescindiendo, como el “fantástico sintáctico”, de apariciones y fantasmas. El arte contemporáneo dirá sencillamente que es una obra site-specific (una especificidad que la galería y el arquitecto triplican) y es cierto que el activador de la memoria sólo se enciende en el sitio. Pero el Díptico de Macchi y Fernández Sanz, si todavía cabe otra cita literaria, es sobre todo “realmente fantástico”, uno y doble en la propia materia, un desafío patente y efímero para los agnósticos del arte.

 

Jorge Macchi y Nicolás Fernández Sanz, Díptico, Ruth Benzacar, Buenos Aires, 14 de junio – 15 de julio.

6 Jul, 2017
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