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El centro de la Tierra, la reciente muestra de Mauro Koliva (Posadas, 1977) en la galería Vasari, consolida el proyecto que este artista viene construyendo desde hace años, con larga paciencia, persistencia irreductible e imaginación singular, desde el dibujo a tinta gelificada sobre lienzo, las instalaciones de plastilina —en las que prolifera una teratología perfecta y extraterrestre—, y más recientemente, la novela gráfica.
Es imposible no pensar, al situarnos ante su obra, en un imaginario afín al de la literatura de Raymond Roussel. Aunque en el caso de Koliva, se trata de un Roussel subtropical, suburbano, periférico, distópico. La conexión de sentido que puede entablarse no se debe sólo a los dispositivos al acecho, a las máquinas supernaturales de finalidad desconocida, a los organismos de pulsiones vitales salvajes y a los escenarios de rituales incomprensibles que forman parte de su imagen distintiva sino, sobre todo, a que su procedimiento central, de modo similar al del escritor francés, es el dar a ver, la prestidigitación que se deriva de los pliegues de lo visible, o del centelleo de lo que se muestra y lo que se oculta, es decir, del secreto expuesto con el fin de perfeccionar su ocultamiento. Ese secreto de Koliva es, en el plano de la representación, y al mismo tiempo en el plano material, la fuga del sentido hacia el punto, y la (aparente) última frontera escópica para el ojo desnudo que puede ofrecer el acto de dibujar.
En esta muestra de nombre con clara alusión verniana (y no está de más recordar aquí la admiración que Roussel profesaba por Julio Verne), Koliva expande el universo que había iniciado con su libro La mano y el martillo, publicado en forma independiente en 2019.
En el caso de El centro de la Tierra, unos doscientos dibujos de veinticuatro por veinte centímetros, que son a la vez las páginas de un futuro segundo libro, se montaron en series que permiten su lectura de izquierda a derecha. En este despliegue, junto con su trama gráfica, que se antepone a la forma y al mismo tiempo la facilita, el dibujo-secuencia de Koliva produce además sus propias imperfecciones, sus interferencias y acumulaciones, y el relato avanza a saltos de encuadre y close-ups que se convierten en un detalle en la próxima escena, o bien con cortes abruptos que introducen otra situación cuya relación y posición con respecto a la anterior resulta imposible de determinar, aunque se nos induce a pensar que hay un director con infinitas cámaras a su disposición, y un punto de vista omnisciente, que nos ofrece sucesivamente otros tantos planos, en una parafocalidad radical que va revelando poco a poco un conjunto que jamás podremos terminar de componer.
Pronto se descubre también que hay un relato, y a la vez no lo hay, y que la narración es simplemente lo que le ocurre al dibujo, es decir, a la línea. Porque la clave de bóveda de los dibujos que constituyen las novelas gráficas de Koliva es obtener de las imágenes otras nuevas, mediante un procedimiento recursivo que aproxima infinitamente una imagen dada hasta destruir toda su voluntad de representación, pero sólo para hacer surgir de ella, luego de un intervalo abstracto variable, otras representaciones distintas cuyo vínculo con las anteriores podría ser sólo un pretexto formal, posicional, y que se van configurando al adquirir distancia, para luego volver a disolverse en el trazo, en el punto, en el blanco del fondo.
Es de esta oscilación, de este bascular al que se somete a la mirada, de donde surge una narración, aparente en la medida en que intentamos encontrar relaciones de sentido a sus avatares incansables, que se suceden unos a otros con la precisión de una bomba de vacío visual.
A diferencia de las imágenes que predominaban en La mano y el martillo, donde un registro surrealista se va apoderando violentamente de escenas que alternan exteriores e interiores barriales con vitriólicas series de personajes del “mundo del arte” sodomizados o parasitados de diversas maneras por insectos alienígenas y formas protoplasmáticas mientras asisten con ingenuo entusiasmo a exhibiciones de pinturas abstractas hard-edge, en El centro de la Tierra, aunque hay claras referencias a aquel relato anterior, se privilegian las secuencias de una abstracción puramente gráfica, entre las que se evaporan más rápidamente los momentos en los que podríamos empezar a captar algo, es decir, allí donde comienza el mundo humano, que es siempre ese mundo que creemos comprender más fácilmente, con sus certezas mamíferas, fuera de las cuales sólo habitan el horror y la desolación. Estos dibujos nos dicen, además, que detrás de la resolución más alucinante de una imagen, de sus bordes nítidos, se oculta una ambigüedad proteica y peligrosa, no menos alucinatoria. Raymond Roussel afirmaba que su literatura estaba constituida por “ecuaciones de hechos” que debían ser resueltas lógicamente, y en las que a la vez, de modo paradójico, como se lo explicó a Roger Vitrac, “no hay que buscar relaciones, porque no las hay”. En el caso de Mauro Koliva, se trata de ecuaciones de imágenes, que se nos presentan como portadoras de una lógica profunda, ostensiva, cuyo valor de verdad reside en una mano que dibuja incansablemente, que no deja de dibujar.
Mauro Koliva, El centro de la Tierra, Galería Vasari, Buenos Aires, 18 de octubre – 7 de diciembre de 2023.
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