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¿Qué insiste en las pinturas de Carla Grunauer mostradas en Piedras galería? La absoluta coherencia del elenco, así como la evidente decisión de haberlas concebido en términos de grupo (ya no de obras, ni siquiera de serie), es lo que vuelve esta pregunta no sólo pertinente, sino incluso necesaria. ¿Qué imaginería se agita en las elecciones formales de la artista? Lavandina y anilina, superficies agrisadas y ásperas, el tyvek embastado y, sobre todo, la construcción de un conjunto de figuras curvadas y plegadas que subrayan esta gregariedad. Todas las piezas de la exhibición curada por Guadalupe Creche fueron meditadamente emplazadas para armar una escena, casi una coreografía.
En este sentido, lo que vuelve en Grunauer es la vocación por instalarse muy decididamente en el campo de la pintura femenina (de y sobre mujeres). Desde el título de la muestra hasta el dispositivo (que incluye telones y neones), todo un conjunto de referencias a la tradición del exceso y la sobra atravesaba la sala como una suerte de petición de principios: contra el minimalismo pictórico masculinizante, mejor sostener la fuerza de lo decorativo en su mejor versión. Porque la pasión por el ornamento vendrá de la mano de un ritual colectivo (de una sororidad conjetural alrededor del fuego). Por eso, la figuración es inequívocamente hija de los retratos de grupo femeninos de fines del siglo XIX. De las bailarinas de Degas a las rondas de Matisse, Grunauer proyecta su propia comunidad de mujeres danzantes, sólo que, en su caso, al desatarse las cintas que rodean el empeine, se despega el calzado de las ampollas que sangran, de las uñas que todavía duelen. Porque el peso del cuerpo siempre estuvo ahí, apoyándose apenas sobre tres dedos. En ese ritual, por lo tanto, mientras ganan gravedad, pierden definición; mientras ceden gracia, ganan luz. Como si se tratara de “primitivizar” hasta tal punto la escena que una termina preguntándose qué es lo que esas figuras efectivamente hacen: ¿bailan o se derraman? ¿En qué las convierte esta escena de deformación?
El trabajo de Grunauer resulta sutil: sin desbaratar lo femenino, desbarata sus estereotipos. Se dedica intuitivamente a desactivar los usos expresivos del color y a reducir el trazo a una suerte de trabajo rupestre en el que todo es llevado a una especie de etapa prehistórica, cuando las cosas aún carecían de categorías y formas. En rigor, Grunauer emprende un viaje a la indeterminación: los elementos del lenguaje de la pintura, con sus infracciones históricas, tienden a suprimirse (el color, la perspectiva, el pulso). Con humor y simpleza, todas las maneras de construir la escena desestiman los trucos técnicos: la luz se consigue con materiales “pobres”, como la lavandina y la anilina, y si no con iluminación artificial, directamente. Al agregar pliegues, sombras y volúmenes con telas colgantes antes que con rudimentos compositivos, las líneas casi talladas desmantelan la opción entre el orden geométrico y el caos abstracto. Así, todo llega a un neutro supremo. Un gris que se extiende como una gran niebla sobre la sala, para componer un lugar silencioso que pareciera emular las escenas donde las cosas, eternamente, recomienzan.
Carla Grunauer, El fuego en un brazalete, Piedras galería, Buenos Aires, 13 de octubre – 17 de noviembre de 2018.
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