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Hace algún tiempo oí decir que los mexicanos éramos los únicos emigrantes cuya diáspora era guiada por el sueño de volver a la patria. Parecían confirmarlo ciertos artistas que se mudaban a París o Nueva York y regresaban al cabo de unos años, al revés que muchos colegas latinoamericanos. Poco a poco esto cambió. Ahora los artistas también viven bien en el extranjero, sin buscar regresar o sostener una carrera desde su lugar de origen.
Gabriel Orozco fue quien mejor representó a esta nueva generación: vive y trabaja donde quiere, con un enorme reconocimiento. Se cuidó, además, de no ser catalogado como artista mexicano. No tuvo mucha presencia en México hasta su primera exposición individual en el Museo Tamayo, en 2000, pero aun así se convirtió en una figura polémica y en un faro para los artistas más jóvenes. Procuró evadir cualquier vínculo con las figuras destacadas con las que convivió de niño: artistas de izquierda interesados en el pasado prehispánico y las culturas populares. Con el tiempo, sin embargo, ha ido incluyendo fragmentos de ese pasado de manera más bien discreta. En su exposición del Museo de Bellas Artes, en 2006, se mostraron dibujos de su juventud. Cuando Benjamin Buchloh le pregunta por ellos, Orozco responde que exhibirlos fue idea de su madre. Esos pasteles del año 1975, composiciones geométricas muy abigarradas, son un tanto equívocos dentro de su estética, en el sentido de que son más retóricos que conceptuales. Pero evidentemente dan una clave para entender el montaje de su última exposición en la galería kurimanzutto, en la que desplegó una serie de piedras de tamaño considerable, recogidas a la vera de una carretera del Pacífico mexicano y luego intervenidas o esculpidas.
Para Orozco esta muestra es una variación de uno de sus motivos recurrentes: el círculo. Siguiendo su propia definición, las piezas se parecen más a pelotas de fútbol americano; contienen el movimiento, la elipse, lo amorfo. Yo añadiría: el retorno. Porque las piedras, en cualquier caso, no pertenecen a una sola categoría. Algunas parecen desafiar su peso, contradiciendo el soporte en el que están labradas. Las intervenciones tienen cierto humor, como si fueran defectos en inflables hechos de un material grueso como el hule. Otras, en cambio, abigarradas y suntuosas, están muy cerca de la estética prehispánica. Muchas podrían haber sido de cerámica bruñida y se nos antoja tocarlas. También hay unas cuantas que parecen objetos religiosos. Están hechas con un enorme refinamiento, que les da un estatus de joyas, aunque también podríamos imaginarlas en cualquier museo de antropología.
Me inquieta la manera en que estas piezas devuelven la obra de Orozco a una estética que parece aborrecer el vacío y la emparentan con Diego Rivera, en su reelaboración de las técnicas escultóricas prehispánicas. Es decir, por primera vez se lee un cierto intento de ordenar diferentes influencias de los artistas nacionalistas, que ha cargado la tirada hacia lo estético. Un gesto que traza una ruta lejana a la de su famosa caja de zapatos.
Gabriel Orozco, Gabriel Orozco, kurimanzutto, 16 de abril a 15 de junio de 2013, México, DF.
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