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Estamos atravesados por un relato que no es sólo una pesada herencia, sino una fuerza telúrica con la forma de un hiperobjeto que no podemos aprehender y del que sólo somos capaces de percibir algunos fragmentos borrosos, como los que aparecen en la muestra de Nani Lamarque.
El nombre de esta fuerza es Capitalismo y se repite en el texto del catálogo, que tiene la apariencia de un ensayo sociológico sobre los vínculos entre arte y mercado pero que, al abordarlo desde la perspectiva de las relaciones humanas, no da cuenta de la verdadera fuerza del Kapital que, por sus particularidades ontológicas, supera con amplitud los límites de la razón. Aunque si se lo lee de forma menos lineal, podemos observar los agujeros argumentales donde se filtra la materia oscura, como un mantra que invoca el poder de las mercancías, mientras las letras del título se desvanecen en una nube de humo para ingresar en las vías respiratorias de los organismos vivientes que visitan la galería.
Al entrar en la sala hay una foto de un grafiti que dice “Angelici es de Huracán”; es una verdad tan difícil de comprobar empíricamente como la que dice “Nani es kirchnerista”. Este tipo de enunciados adquieren hoy el novedoso nombre de posverdad pero no son algo distinto a la retórica del siglo V a. C.
Nani Lamarque maneja un tipo particular de ironía, similar a la de la poesía romántica, en la que el “yo” que narra el poema se da cuenta de que es uno de los personajes que participa de él. Actúa como un autómata poseído por las fuerzas telúricas y a la vez toma conciencia de que se encuentra pintando los cuadros que le dicta el mercado para alimentar a la bestia insaciable que tiene su estómago en la trastienda.
El valor de exposición de los objetos ha sido reducido a su valor de cambio. Ya no importan las formas, sólo el incremento exponencial de la fabricación de mercancías, como si el arte fuera un truco alquímico capaz de convertir la porquería en oro. Para darse cuenta de esto, alcanza con mirar en la sala principal las obras del resto de los artistas de la galería que están embaladas con cartones y amontonadas en las sombras como muñecos vudú o restos de un ritual de brujería, configurando imágenes no muy diferentes de la materia que recolectan los recicladores urbanos.
El staff de la institución conoce bien ese poder oscuro: Martín Legón lo hizo emerger en una exhibición titulada Las fuerzas productivas y desde ese momento parece no querer marcharse. En las exposiciones que siguieron ninguno de los artistas supo qué hacer para controlarlo. Ni Diego Bianchi recurriendo a una pandilla del barrio, ni Nicanor Aráoz llamando a Los cazafantasmas encontraron la forma de dominarlo.
Hoy en esa sala hay un video de grandes dimensiones y unas sillas similares a las que uno suele utilizar para sentarse a la hora de cerrar un negocio inmobiliario importante, como si fuera algún tipo de local sofisticado que vende con imágenes preciosas la versión de un barrio encantado.
Nani Lamarque se comporta como un arquitecto, pero no como aquel del que habló Sócrates en la Politeia, preocupado por la construcción de casas para una República con justicia social —como podría ser la vieja y utópica Isla Flotante—, sino como un arquitecto poseído por la oscura fuerza retórica de Trasímaco.
El poder telúrico resurge en esta muestra con la fuerza mística de la geomancia para impulsar la gentrificación y encontrar los lugares ideales en donde se van a instalar las torres de departamentos que se desprenderán de la tierra como menhires diabólicos. No alcanzará con hacer taichí para combatir los daños que produce el Capitalismo; habrá que estar preparados para realizar un exorcismo colosal o resucitar al Filósofo Rey.
Frente a este panorama, Nani Lamarque es consciente de que existe una esperanza; como el pequeño David de la película Inteligencia artificial, está en la búsqueda mágica del hada azul que posea el poder de transformar las mercancías en verdaderos humanos.
Nani Lamarque, La evaporación del encanto, Galería Barro, 11 de marzo – 22 de abril de 2017.
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