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Desarrollar una idea fotográfica atendiendo al carácter estructural de la luz es lo que ha hecho Ignacio Iasparra desde que comenzó a exponer. El camino recorrido hasta el momento parece ser el de un pasaje de lo nocturno a lo diurno (de las polaroids de 25 de Mayo, las fotos basculadas de edificios porteños y las de larga exposición de estrellas en el campo, a los paisajes, retratos y destellos de lo cotidiano realizados de 2007 en adelante), con divergencias explícitamente ambiguas, como las claras noches de otro conjunto de imágenes del campo, la ruta y los pueblos bonaerenses, y los oscuros días escondidos en el follaje de las matas del Tigre.
En el conjunto de imágenes que exhibe ahora aparecen algunas novedades: una atracción por las formas del objeto fotográfico con relativa independencia de la luz que las define, intertextualidades con obras propias y ajenas, juegos metalingüísticos, relatos o situaciones insinuadas, duplicaciones ópticas. Lo que con los años iba presentándose como un progresivo despojamiento hacia lo fotográfico, muy por encima de los temas o las soluciones técnicas, ahora da un giro, incorporando lo que había dejado de lado, pero manteniendo la luz como eje.
El efecto quizá más importante de esta redistribución es que la fotografía se fragiliza, dejando de mostrarse como lenguaje. Y por efecto del efecto, ahora es posible sentir, detrás de las evidencias, latencias o inminencias de algo. En el contacto con estas, tres ánimos se combinan: exuberancia de lo vital, duda de lo real, presencia de la posteridad (o de las postrimerías), tópicos y juegos estéticos que remiten característicamente al barroco (en el sentido en que lo definió Eugeni d’Ors, autónomo del estilo histórico), y cuyo uso probablemente señale una nueva posición vital en Iasparra, que hace que sus tribulaciones como productor de la imagen configuren la imagen sin que él prácticamente se dé cuenta.
Y a la vez, que el inconsciente óptico se despliegue. En principio, no existe ninguna relación entre el inconsciente del fotógrafo y el inconsciente óptico. Pueden solidarizarse, pero provienen de recortes diversos del mundo. Tras el acto fotográfico, queda en la imagen el producto del encuentro de un inconsciente fotográfico con una conciencia de algo único que sucede. El mundo se impone como fuerza que lo abarca todo (inconsciente y conciencia ópticos), y el individuo lo recrea (inconsciente y conciencia del fotógrafo).
Iasparra parece andar más que nunca a la busca de esta inconsciencia. Su última obra no privilegia un tipo de imagen o de discurso, pero responde casi a una sola inquietud. Revelados por la luz estructurante, los tópicos pasan por la reorganización del inconsciente fotográfico, constituyéndose en él, de modo que la luz sirve de canal de pasaje entre dos realidades: una corpórea y otra espectral. Ni efectos de claroscuro, ni juegos alegóricos, ni culto a las gradaciones del gris: en esta última obra, luz y sombra se provocan recíprocamente, liberándose de cualquier valor o función. Y despejado así el pasaje, los fantasmas circulan al lado de los vivos.
Ignacio Iasparra, La luz no se da cuenta, Galería Foster Catena, Buenos Aires, 15 de marzo – 3 de mayo de 2013.
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