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Mucho antes de que la expansión del mercado global del arte en los años ochenta reconvirtiese la toma en gesto, el documento en obra y al fotógrafo en creador, el proyecto fotográfico modernista se había embarcado hacia otro destino: instalar el vacío y la desafección en el centro de la captura como estrategia para hacer ingresar en el cuadro, de un modo a la vez íntimo y desapegado, cierta superficie del mundo. Esto aprendió un joven Alberto Goldenstein en Boston después de desertar de sus estudios universitarios. Y hace cinco años se lo volvió a repetir a otro realista, Martín Rejtman, en una entrevista. Para él, la máxima aspiración es alcanzar la desaparición del objeto fotográfico y del artista. En otras palabras, evadir la reificación de la impronta expresiva. Por eso miraba todo, dentro y fuera del arte. El resto fue insistir en una postura anacrónica y dejarse contaminar hasta lo indiscernible por el tono local.
La metabolización de aquel legado moderno se deja ver en su primera serie Americanas despuntando la década de los ochenta. Este único conjunto en blanco y negro no sólo cita la historia de la fotografía: también anticipó sus aficiones más recurrentes, como la indagación en las fronteras siempre porosas del plano y el interés por la degradación y el frenesí de las ciudades. Ya en los noventa, El mundo del arte se emplaza en una torsión inusitada: Goldenstein construyó su lugar entre la cercanía y el retraimiento. Documentó la algarabía y el desasosiego de las tribus artísticas que estriaron la década. Así, las complicidades y los guiños se descontextualizan, suspendidos en ese relato siempre más distante, más anónimo, que hace legible la época. Avanzando sobre los 2000, el tópico del paseante urbano aparece una y otra vez teniendo horizontes variopintos como Buenos Aires, Mar del Plata, Londres, París o Miami. Siempre hace lo mismo: lo observa todo, los dispositivos de la visualidad entrando y saliendo de los museos, los viejos y nuevos modos del consumo, las formas de perderse y encontrarse en la calle. Siempre merodea solo, entre la alucinación y la anestesia.
La curaduría, a cargo de Carla Barbero, acierta cuando entiende que la forma de poner en segundo plano la autonomía de la imagen es trabajar sobre el vínculo entre su superficie y esa entidad siempre flotante que es el público. Entonces repara en la historia de los soportes fotográficos y escenifica cada ambiente en el que se produce el intercambio: desde el slideshow cuasi familiar visto desde el sillón, el tablero de trabajo que propicia la mirada atenta o el curioseo distraído de una revista mientras esperamos nuestro turno. Con gestos sutiles y precisos, cada ambiente alcanza una atmósfera particular. En un mismo movimiento se prioriza el vagabundeo de los visitantes y se trivializa el culto a la copia.
Paradójicamente, la retrospectiva de un artista que ha puesto en segundo plano el gesto autorreferencial trae aire a la programación del Moderno, tan inclinado, por momentos, a privilegiar muestras antológicas e individuales, a deificar la figura del artista. También es bueno entrar y salir del mundo del arte o, mejor aún, demorarnos en sus bordes.
Alberto Goldenstein, La materia entre los bordes. Fotografías 1982-2018, curaduría de Carla Barbero, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 15 de marzo – 27 de mayo de 2018.
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